segunda-feira, 25 de janeiro de 2010

Nero

Ya me acostumbré a todo, pelea a cuchillo, tiroteo, sangre y dientes partidos, dijo él, pero todavía siento un nudo cuando levanto un gallo que ni para gallinero sirve más. Después de una lucha, se quedan tan excitados que no pueden parar, picotean su propia carne, atacan lo que encuentran por el camino, vidrio, piedra, astilla. Ahí lo mejor es sacrificar. Hay criador de gallo que prefiere asarlo, yo no. Lo entierro, rezo un Padre Nuestro, no consigo comer un gallo que tuvo el coraje de entrar en el reñidero y enfrentar las espuelas de metal y el pico afilado de un adversario. Más pena me da todavía ver un campeón muerto, el cogote flojo, el ojo vacío, como hoy. Los gallos no tienen orgullo, son todos iguales. Ni en el más valiente llegué a ver alguna vez una pizca de fanfarria. Gallo de pelea merece el desvelo del criador, pero el que siente placer es el hombre, ese bicho que se divierte con la sangre, el dolor y el sufrimiento. Hoy lloré ahí en la valla, cuando vi al Falluja tumbado de un golpe exacto. No era el favorito, yo sabía que la cosa iba a ser dura, pero no pensé que un malayo grande y pesado, pudiera dar una puñalada con tanta precisión, de arriba a abajo, en la corona de mi gallo. Ese tipo de raza, de ala corta y piernas musculosas, solo anda por el piso, no vuela.

¿Será que al gallo le llega la hora? ¿Será que presiente alguna cosa? El jueves, cuando hice el trabajo a mano, el Fajulla ni siquiera voló bien, estaba desanimado, mal se equilibraba en los ejercicios. Después en el caminador, quedó duro, mirando la nada. Y hoy, en la lucha, entró en el reñidero como si cumpliera con una obligación. Por su forma pude ver que no era miedo, ni cansancio, ni pereza, ni enfermedad. No le quitaba el cuerpo a las provocaciones, pero tampoco reaccionaba, parecía conformado. Justo el Falluja, siempre el primero en atacar. Se quedó pegado al piso, sin ánimo. Llegué a pensar que le habían tirado una bolita de pan con calmante en el aserradero. Pero no, creo que no. La pelea tenía cotización baja, no valía el riesgo. Trampear en torneo puede costar la vida y no solo la del gallo. Fue él mismo que no quiso luchar, se dejó abatir, sin dignidad, como cordero. Vaya a saber uno, estaba cansado de la vida de riña y desistió. En el momento del golpe, ni pió, cayó de frente, como quien se arrodilla, seco, muerto. Y lloré, pero escondí las lágrimas para no perder la confianza de mi jefe. ¿Mostrar debilidad? Imagínese.

No puedo decirle el nombre, es un figurón del gobierno. Desde la época de Janio que el juego es prohibido. ¿Usted piensa que aquí solo vienen bandidos? Pocos lugares reciben adinerados, autoridades y artistas como nuestros torneos. Solo para darle un ejemplo, el otro sábado estuvo aquí una actriz famosa, acompañada del Diputado. Su actitud en la platea, poco interesada en las riñas, me hizo recordar a Helena, la novia de mi tío. No, tampoco doy nombres de visitantes, vaya a saber uno si usted no es policía, o periodista, pero puedo contarle la historia del mejor gallo que conocí. Y la de mi tío, que era un criador de lleno. Todo lo que sé lo aprendí con él - anotar el peso de los luchadores, todos los santos días, lavar con jabón de coco, limar las espuelas, cortar las uñas.

¿Quiere escuchar? Entonces pague una cerveza para suavizar la garganta.

Uso lija fina, aquellas de madame. Cada ocho días los gallos van a entrenamiento - con tape y retobo, claro, porque sino se lastiman. Y dos veces por semana entreno a mano. La izquierda debajo del pecho y la derecha equilibrando la cola: vuupt, el bicho sube cuarenta y cinco centímetros, agita las alas. De ciento y veinte a ciento y cincuenta saltos, para que no se ponga ladino y engorde. ¿El mejor peso? Entre dos quilos y ochocientos a tres quilos trescientos gramos, pero depende de la raza. A veces un shamo tiene más de cinco quilos. El malayo, que es jorobado, también puede pesar tanto.

Si está apurado devuelvo la cerveza.

Contar una buena historia es como preparar un gallo. Aunque estén todos alrededor de la valla más por el desenlace final, son las marchas y contramarchas las que hacen la pelea interesante. Una historia también tiene uñas y espuelas.

Los días de torneo me despierto de madrugada. Cebo mate, arrastro al mocho cerca de los establos y me quedo por ahí, concentrado en la yegua nocturna, que se encorva para no partir. Resiste, pero cuando los primeros rayos de luz le manchan el lomo oscuro, sale asustada. Los bichos se despiertan con su tropel. Escucho otra vez al corbatita, al jilguero dorado, al oropéndola. Ellos cantan y yo repaso los torneos, reveo cada lucha. Un buen criador sabe transformar un defecto en virtud, y neutralizar las ventajas del adversario. En un cuaderno que guardo debajo del colchón, tengo todo anotado, la raza del gallo, el peso, la altura, los puntos fuertes, los puntos flacos. Ahora, sobre aquel, no anoté que pudiera saltar y atacar por encima. Me dormí en los laureles. En la mano de mi tío, el Falluja le hubiera acertado al malayo en el oído, antes de que éste se levantara del piso.

A mitad de mañana, masajeo los muslos, el pescuezo y el pecho del luchador del día, como si acariciara una doña. Desplumo esas partes que son por donde entra mejor la inyección de vitaminas en la piel. Con el dedo gordo, deshago los nudos y estiro los músculos. De a poco voy entrando en el gallo, me voy convirtiendo en gallo. Y de ahí, hasta la hora de la lucha, me entiendo con él solamente a base de cocorocó. Después, cuando eriza las plumas en el reñidero, soy yo quien levanta la cresta.

El gallo que perdí hoy, el Falluja, no se parecía a Nero. Ni aquella actriz que anduvo por aquí se parecía a Helena. La novia de mi tío era mujer de verdad, tenía un diente feo, los pechos pequeños, las pantorrillas finas. La otra era una muñeca blancuzca, fría, de plástico. Solo en los ojos inquietos eran iguales.

Nero era un bankiva, mejor preparado que el Falluja, un calcuta. Sé como los hindúes consiguieron esta raza, cruzando el jawa y el hyderabadi. El Diputado siempre me trae revistas y libros sobre gallos, hasta en lengua extranjera. Leo lo que puedo y anoto en mi cuaderno. Después de horas de combate, un calcuta todavía es capaz de un último gran golpe. Nero tenía una resistencia descomunal, podía luchar un día entero. Y de repente, a pesar del cansancio, le daba con la púa y cerraba la cuenta. Gallo de riña parece mujer, precisa de mimos, avena sin cáscara y paciencia. Y maíz, lenteja, trigo, jugo de remolacha, zanahoria, cebolla y huevos. Un criador tiene que ser firme, no puede vacilar. Yo lo confieso, no tengo madera para este negocio, lo que quería mismo era ser veterinario, ya di tres vestibulares y me fue mal en todos. Fui cabo electoral del Diputado que me dio empleo aquí en la chacra. Tengo que abrir el galpón, sacar los tractores y los camiones para el patio, montar la valla y esperar que la gente llegue. Todo el mundo sabe que lo que él quiere es ver a los gallos sangrando. Cuanto más fea la lucha, más feliz se queda.

Los milicos tampoco permitían las riñas, pero se hacían los desentendidos. El pueblo precisaba gritar en algún lugar. Solo desmontaban los torneos cuando había denuncia. Ahí, metían fuego en todo, rompían las jaulas, recogían los gallos, detenían a los jugadores. Antes de Janio era bueno, nadie precisaba esconderse, pero yo no era de ese tiempo, solo mi tío. En las manos de él, gallos y mujeres cambiaban. Helena, a quien recordé por la otra, llegó aquella vez a casa toda maltrecha, flaca como un piolín, el pelo seco, la piel escamada. Y una tarde de torneo, meses después, estaba toda arreglada, para dejar boquiabierto a cualquiera, ni restos del pollito mojado que había llegado por la vereda de ladrillos de cabeza baja y en un vestido floreado.

─ Capanga nueva ─ murmuró mamá.

─ No seas bestia ─ dijo papá, medio para dentro, para que los dos no escucharan.

La tarde se fue, cercada de trinos y mugidos, a los que se sumaron los silbidos de mi tío, todo agrandado, al lado de la criatura asustada y hambrienta.

No sé si fue vergüenza o falta de apetito, pero la muchacha no pellizcó la comida durante la cena.

─ Una falta de respeto ─ dijo mamá después que ellos se fueron, y repitió la misma cantarola por varios días. Y fíjese que la mesa estaba llena, costilla de cerdo asada en horno de barro, porotos rojos y arroz, mandioca frita, ensalada de rúcula, tomate, pepino en conserva. De postre, una ambrosia de chuparse los dedos. Mamá no era agarrada, hasta sirvió licor de naranja, que ella misma hacía, y un café colado como broche final.

Mi tío habló de gallos como siempre. Era un especialista y criador. Venía gente de lejos, hasta de Pelotas y Alegrete, atrás de sus malayos, shamos y calcutas. Además, sabía entrenar a un vencedor. Vivía bien, tenía casa de material y unas cinco hectáreas de tierra, a la salida de Pau-d’Arco, enseguida después del cementerio. Andaba de gusto en lambretta, porque no hay cosa mejor en el mundo que sentir el viento en la cara, decía él. Y todo era fruto del trabajo prohibido. Para justificar sus posesiones, falsificaba notas de Modelo 15. Las cinco hectáreas de tierra, que estaban cubiertas de yuyos y sin un chiquero, producían miles de latas de grasa. Sus manos de papel de seda nunca habían visto el cabo de una guadaña, pero hasta préstamos conseguía en el Banco de Brasil, como si fuera plantador de soja.

─ Nero es pollito todavía, pero estoy seguro que será un campeón ─ le explicaba a mi padre que de gallos sabía que tenían alas.

─ Pollito es éste ─ bromeó el viejo y movió la cabeza para el costado en mi dirección.

─ ¿Ya cambió de plumas? ─ preguntó el tío así, directo, en frente de la novia. ─ Qué nada, la camita todavía está impecable...

─ Paren con eso, ordinarios ─ gritó mamá. ─ ¿No saben respetar a un niño?

─ Niño, no ─ dije yo y salí de la mesa. Me acosté en la red debajo del pórtico. Escuché la risa de ellos por un tiempo. Después, sentí un movimiento y un perfume que conocía bien.

─ No les des pelota ─ dijo y se acomodó a mi lado. Fue la primera vez que me dio cosa la piel de mi madre recostada a la mía. Dejé la red y volví para la sala.

Creo que el tío percibió el disgusto de mamá, papá dijo alguna cosa porque ellos no volvieron a visitarnos más. Él era todo para mí, el espejo donde me veía, de chivita y bigote. Ya no aguantaba extrañar tanto, pero había aprendido a quedarme quieto. La cena se convirtió en un ojo de buey, un vacío de palabras. Por alguna razón el solo recuerdo de la insolencia de Helena, dejaba a mi madre enloquecida.

─ Aluísio quiere hablar contigo ─ dijo papá, meses después.

Atravesé Pau-d’Arco de bicicleta, como un rayo. La ciudad todavía no tenía semáforos ni rotondas. De la calle donde vivía yo hasta la casa del tío, del otro lado, me llevaba unos quince minutos. Pau-d’Arco era amplia, de casas de albañilería o de madera, con patios grandes y jardines. Nadie precisaba ir a la feria para comprar fruta o verdura, era solo agarrar de la quinta. La ciudad cambió, con todo. En esta Navidad, después de varios años, visité a mamá. Casi no reconozco mi tierra. Papá murió y no llegó a ver el Pau-d’Arco con facultad, fábricas y un comercio fuerte. Se pondría feliz al saber que las tres familias que mandaban en el municipio ya no mandan más, que hasta el PT consiguió, solito, reelegir al intendente. Después de las elecciones, el Diputado pasó dos días aquí, ensimismado sobre la valla, riñendo sin parar. Pensé que iba a matar a todo el plantel. “Ah, si mi candidato tuviera un poco de esa sangre”, exclamaba apuntando para el Falluja. El Diputado es un cacique en mi región, pero tiene gente que ya no escucha lo que dice.

Encontré al tío en el fondo de la casa, sentado en las raíces de un viejo eucalipto, con Nero en la falda. Voy a enseñarte a lidiar con los gallos, me dijo. Acarició la cabeza del calcuta y sacó una humareda azulada e maloliente del cigarro armado. Como si entendiera que ahora no lo esperaban las espuelas de metal, Nero se encogió sobre sus manos pequeñas y cerró los ojos.

Así, siempre que yo podía, después de las clases y cuando mi madre no me mandaba hacer otra cosa, me encaminaba a casa del tío y me convertía en aprendiz de criador. A mitad de tarde, Helena venía a traer un café. Si el vestido era de chita, rojo y con flores estampadas, las rodillas por fuera, podía ponerlo por escrito que mi tío desaparecería por algunas horas. Después, a la vuelta, parecía más chico, más flaco, más triste.

Otra cerveza y acorto la historia.

Ah, no le había contado, pero mi tío murió por la espalda, dos balazos en el pulmón y uno en la pierna. El gallo mata de frente, ojo por ojo y no arma celada, como la que sufrió Aluísio. Hubo juicio pero faltaron pruebas. O las cosas fueron arregladas, nunca se sabe. Juré venganza. Un día, años después, escuché la noticia de la muerte del asesino. En un baile, comió hierro caliente. Se arrastró por el salón con las tripas para afuera y murió antes de alcanzar la salida. Sentí un alivio, ya no precisaba cebar el odio. Usé el tiempo, hasta que la barba me tapó, preparándome para dejar Pau-d’Arco. Cuando el Diputado intentó la reelección vi que era mi oportunidad. Trabajé mucho para que él lo consiguiera. Semanas después, en el corredor de la Asamblea, se llevó un susto cuando me vio. Quiso que yo volviera a Pau-d’Arco, me ofreció el dinero del pasaje, pero insistí. Yo quería un empleo, era lo que me había prometido.

Aquella misma tarde, él me trajo para aquí a la chacra.

Nero está pronto, anunció el tío un viernes. El torneo sería grande, vendrían galleros de la frontera, y hasta del otro lado, del Uruguay y la Argentina. Todo se hizo a la luz, en el Parque Municipal, a pesar de la prohibición de la riñas. Creo que era por causa del Sexagenario de la Inmigración Alemania. Antes, los colonos se divertían en las Líneas de Tiro y ahora durante una semana, iban a recibir permiso para festejar en las bancas del tiro al blanco, con armas de juguete, en las canchas de bocha y en los reñideros. La ciudad estaba de fiesta, arrebatada por las cintas y banderas del Brasil y de Alemania. La Ley cerraba el ojo un poco más, debajo de la tiara, el fiel de la balanza tendía ya desde la cuna para el lado del asesino, otro fanático por gallos de riña como mi tío.

No sé si pasé la noche en claro, no me acuerdo. Lo que me viene a la cabeza, treinta años después, con toda nitidez, son los rabos de gallo que llenaron el horizonte, la tarde del sábado. Por unos instantes, una de las nubes formó una figura en los cielos que parecía un gallo, con la cresta roja y las plumas castañas y relucientes. Vamos a ganar, pensé.

En pocos instantes, Nero, el Emperador de Pau-d’Arco, golpeó tres concursantes. El último gallo fue más difícil.

La tarde todavía daba vueltas, era noviembre y sábado.

Mi tío se tiró sobre la valla, silbó dos veces como para dejar sordo y Nero entendió. En la platea, Helena aburrida cerró los ojos. Nuestro bankiva paró de atacar al malayo, grande y fuerte y dejó que él arremetiera. Pesado, el otro gallo invistió muchas veces, erró todas. La púa pasaba por debajo de los pies cuando Nero ya había saltado, o por encima de la cabeza, después de la agachada. Lo que hace la diferencia en un torneo es la preparación del gallo. En la valla, la hora de la verdad siempre llega, pero no vence el que tiene más raza, sino el que recibió el mejor entrenamiento. Por eso, a pesar del tamaño del malayo, Nero llevó la delantera. El adversario, pesado, de ala corta, no conseguía salir del suelo, y nuestro gallo arremetía el cuerpo para lo alto y subía. De vuelta, la espuela venía derecho a la cabeza, arrancando sangre, gritos y aplausos. Yo veía todo, la marca en el rostro de mi tío, que se iba deshaciendo con cada golpe justo y los ojos verdes de Helena en la platea.

El juez quiso parar el combate pero el dueño del otro gallo no aceptó

─ Hasta la muerte ─ gritó ─ vamos a luchar hasta la muerte.

Enojada o porque quería aprovechar la situación, Helena abandono el torneo. Vi que mi tío se puso furioso, perdió el control. Le gustaba tener a los gallos y mujeres en la valla misma, al alcance de la mano y la mirada. La rabia que sintió por la novia, se la transfirió al malayo. Y Nero, una vez más comprendió. Su criador no quería vencer, sino maltratar, no interesaba el trofeo, sino la humillación del adversario. Implacable, con una furia que yo no había visto en muchas semanas de entrenamiento, Nero perforó el ojo de su hermano de lucha. Viniendo siempre por el lado ciego, vapuleó al otro hasta el cansancio. Antes del final, como si sintiera placer con eso, le dio al otro ojo, haciendo al gallo enemigo correr al tuntún por la arena. Finalmente, el luchador se desplomó. Saciado mi tío recogió a Nero, debajo de un huracán de palmas, gritos y silbidos.

Meses después, al salir de casa para tratar de la riña de revancha, le dieron los tiros en la espalda.

Supimos también, en el juicio, que el negocio mezclaba juego y pasión. Helena, antes de vivir con mi tío, había sido concubina del mandante del crimen.

En Pau-d’Arco, en aquel mundo más antiguo, mi corazón se aceleraba solo de escuchar las explosiones de los manotazos en el reñidero. Hoy, ya no me emociono más. Siento pena de los gallos, esa es la pura verdad. A veces sueño que vivo en un establo sucio ─ tengo garras y pico, mi criador es un vago, no lima mis uñas ni lija mis púas.

In: KIEFER, Charles. Logo tu repousarás também. Rio de Janeiro: Record, 2006. p. 55-68. (Traducción de Paula Chiappara).

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