quinta-feira, 7 de janeiro de 2010

MIEDO

Lo que veo desde el retrovisor son imágenes invertidas: la cicatriz que estaba del lado derecho del rostro va en el izquierdo. Aprendí en el taxi que el rostro no es la suma de frente, nariz, cachetes y mentón; el rostro es otra cosa. Hay gente con facciones furiosas que es mansa como cordero; hay gente con cara de pajarito que es yarará. Acá, saber interpretar el rostro es cuestión de supervivencia. Tuve compañeros de profesión que cometieron el peor de los errores: leyeron delicadeza donde había resentimiento profundo, odio bruto. Yo sobrevivo sin despegar los ojos de los que se sientan atrás. Entró en el auto, está registrado. Por los espejos veo más allá del rostro. Con la práctica, ya puedo decir la profesión, el estado civil, el barrio donde el individuo vive. Es como si las personas fueran incorporando en la cara lo que hacen, lo que son.

Ayer, la parejita no me engañó. Ella en un vestido florido, corte a la francesita; él, en una camiseta a cuadros, melenudo. Antes de levantarlos en la esquina de Oswaldo Aranha y San Antonio, metí la treinta y ocho debajo de la pierna izquierda. Estaban muy lejos de un supermercado, la bolsa con las compras era disfraz, seguro. Entraron sin saludar. Buenas tardes, les dije. Ella respondió, él continuó quieto. Me fijé en los ojos de ella, ansiosos, y en la boca de él, llena de muecas y dientes saludables. Drogadictos. Son los más peligrosos. Quien tiene hambre no mata. O muy raramente. Casi siempre en la primera vez, porque el nerviosismo dispara el gatillo. El que aspira ya atravesó el Rubicão, sabe que no tiene vuelta. Matan, porque ya están muertos. Seguí andando lo más lento posible, quería sacarlos de la madriguera. Atravesé el Túnel de la Concepción, agarré Farrapos en dirección a la Zona Norte, conforme lo solicitado. No pasaron cinco minutos y el flaco ya estaba reclamando. Todo bien, le dije, y apreté el acelerador. Ya los iba a agarrar, sólo estaba provocando. Por el retrovisor no alcancé a ver nada pero estoy seguro que las pupilas de ellas se dilataron. ¿Desde cuándo en la lucha? Ella quiso saber. Cinco años, le dije. En la lucha hoy, continuó. Me quedé callado, vigilando. ¿Desde qué hora en la calle? Insistió. Seis de la madrugada, ando en la calle doce horas. Mi hijo hace las otras doce de noche. Somos socios. Acorté el camino, no valía la pena seguir toreando al novillo. El día fue bueno, continué, como que estaba satisfecho. Ni bien los deje a ustedes voy a comprar un vestido, Doña Pelea se lo merece. ¿Doña qué?, preguntó ella. Mi mujer, expliqué. Se rieron, los dos. Aproveché su distracción, metí el pie en el freno. Antes de que pudieran recuperarse, salté del auto, abrí la puerta trasera y calcé a la mujer en el revólver. Manos en la cabeza, si no reviento los sesos de esta puta. Miedo, en esos momentos no se puede tener miedo. Ya me salvé de muchas porque aprendí a no tener miedo. Nunca tuve miedo. Miento, una vez sí, hace treinta años. El drogadicto obedeció, porque todavía no estaba con síndrome de abstinencia. En la bolsa de las compras, la rubia oxigenada traía una treinta y dos niquelada. Él tenía una navaja de presión en el bolsillo. Se formó una fila de autos detrás del mío y un coro de bocinas. Mierda, ¿no ven que es un asalto? Demoraron en percibirlo y además que el asaltante no era yo. Mantuve a los dos con las manos extendidas sobre el capó, hasta que llegara el patrullero. Ni fui a la jefatura, los canas me conocen, me jubilé de comisario. Cuando Marcos, siendo funcionario de Banrisul, entró en el Plano de Despido Voluntario, compramos el auto y la licencia. ¿Iba a quedarse haciendo lo qué, en casa? ¿Viendo culos en la televisión? Yo hago el día, él la noche. Tenemos una parada frente a la Asamblea Legislativa. Él tiene clientela fija, transporta esa muchachada rica para las discotecas, las fiestas de graduación, los casamientos, lleva señoras perfumadas para casa, después de las sesiones del Teatro San Pedro. De vez en cuando, él me cuenta, termina en cama de satén. De día, yo ando con gente fina, diputados, ediles, las mujeres que vienen a revolearse al parlamento, esa gente del Piratini, subversivos de traje y corbata. Hace poco llevé a uno de ellos al Centro Administrativo. Un viejo conocido. Otra vez el destino nos pone en el mismo barco. En el mismo auto. En el mismo sótano. Lo que vi en el retrovisor, la primera vez que él entró en mi taxi, fue la mirada suave, casi dulce, la misma mirada serena de paloma enamorada que tenía a los dieciocho años. Envejeció. Está pelado, más gordo, la barba blanca. Seguro que en las horas libres, los fines de semana, sigue escribiendo poesía. En la prisión, yo confiscaba todo lo que él ponía sobre papel. Examinaba verso por verso buscando mensajes cifrados. Poemas para la novia, él decía colgado del palo, poemas para Alicia. Miedo, el poetita me hizo sentir miedo. Ni en tiroteo con las balas zumbando cerca de los oídos sentí tanto miedo como aquel sábado, hace treinta años. Él entró en el taxi, ajustó el nudo de la corbata. ¿Para dónde vamos, doctor? Le pregunté antes de reconocerlo por el espejo central. Sentí que su cuerpo se contraía, como si le pasara una corriente eléctrica. Él todavía no sabía de dónde le venía ese miedo, la ansiedad, la incomodidad que sentía con el efecto de mi voz. Mis manos se pegaron al volante, mojadas de sudor, mi intestino se retorcía, los músculos de las piernas se tensaron. Sabía que él andaba por ahí, en el Palacio, secretario, asesor especial, algo de eso. La revolución de ellos quedó por el camino, pero llegaron al poder por el voto, quién diría. Justo ellos que se reían de la democracia burguesa. Era imposible que me olvidara. El único hombre que me hizo sentir miedo. Por el retrovisor, vi sus ojos verdes, tensos, casi suplicantes, como buscando un registro, un detalle que conectase la voz que lo angustiaba con un rostro, con un episodio. De los sótanos del Palacio de la Policía, le dije. Nos conocimos allá, en la fosa, como ustedes llamaban aquel agujero. El rostro crispado se aflojó, su mirada quedó vaga. Miró de reojo la multitud atravesando la cebra. Podía ver sus aires de beato, satisfecho consigo mismo, vanidoso con el placer que sacaba de su ridícula superioridad moral. Ojo por ojo, diente por diente, juzgo yo. Por eso me gustan los árabes, ellos no perdonan. Después, durante todo el viaje, evitó encararme, metido en su actitud plácida, casi bovina, budista. Yo conocía bien ese alejamiento, esa fuga de la realidad. Aquel sábado intenté, de todas las formas posibles, arrancarlo de ese pantano, hacerlo abrir la boca, confesar el asalto, entregar la célula. Le arranqué mechones de cabello, pedazos de carne, pero ninguna palabra que incriminase a los otros agitadores. Era sábado y para poder convivir un poco con mi hijo lo había llevado al trabajo conmigo. Mientras él jugaba en el piso de encima bajo los cuidados de algún agente, yo apretaba al poeta en el de abajo. Pedro, en su alias por supuesto, era enclenque, barba al ras, cabello corto y sucio pero de una resistencia admirable, tengo que reconocer. Aquel sábado me cansé de pegar, apretar, electrocutar. Antes de que lo matase, el odio contra aquella arrogancia estúpida podía llevarme al error, se lo entregué al cabo Estéves, un humanitario maricón, para que lo lavase -estaba meado y cagado- y para que lo reanimase -era día de la primer visita para la familia de los presos. Tomé una ducha, subí al escritorio, jugué un poco con Marcos, me acosté en el sofá y me dormí. Me desperté con el griterío del soldado Alfeu, el niño había desaparecido. Marcos tenía nueve años, casi diez años. Revisé cada sala en los pisos de encima. Miré el reloj, pasadas las seis. Me había dormido más de cuatro horas. Al llegar a las celdas, en los sótanos, el corazón se me disparó. En el fondo del corredor vi la luz tenue, una sombra en la puerta del baño y escuché un murmullo. Avancé con dificultad, medio que pegado a la pared, sin coraje de enfrentar lo que vendría, lo que presentía. Miedo, sentí miedo como nunca había sentido. Marcos, carne de mi carne, no tenía nada que ver con aquella miseria, con aquel horror, yo cumplía órdenes, él era apenas un niño. Mi hijo, mi hijo, murmuraba a cada paso. Paré en la puerta del cubículo, sin aliento. Pedro, barbeado, ya recuperado de la sesión de la tarde, un ojo casi cerrado por la hinchazón del rostro, se estaba cambiando los curativos delante de un espejo manchado de humedad, con la ayuda de Marcos. Sobre la pileta, el joven revolucionario había apoyado una navaja inocente, recién lavada, con la lámina abierta. A su lado, servicial y diligente, mi hijo le extendía una gasa limpia, inmaculada. Pedro giró el rostro y me encaró, con su mirada suave, casi dulce, sereno, de paloma enamorada. Para servirle, le dije, pero él se bajó del taxi en silencio.

(Traducción de Paula Chiappara)

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