sexta-feira, 8 de janeiro de 2010

LA ÚLTIMA CAÑAFÍSTULA

Cañafístula, repitió mi abuelo, batiendo la mano abierta sobre la corteza del árbol. Debe tener más de trescientos años, continuó. Miré el árbol, lo miré a él. Hubiera jurado que él era más viejo que ella. Me gusta esta cañafístula, dijo. Miró hacia la cima, y alrededor, batió otra vez en la corteza gruesa y rugosa. Porque es la última, continuó. Debe ser muy triste, dije. ¿Lo qué?, preguntó. ¿Qué debe ser triste? Ser la última, le dije. Debe, respondió. Levantó la cabeza y miró hacia la cima otra vez; hice lo mismo. No daba para ver la copa. Debe hacer frío allá arriba, dije. Mejor que acá abajo, retrucó, por lo menos no está sofocada. Cierto, respondí y llegué a sentir en el rostro el viento bueno que soplaba allá arriba. ¿Será que ella sabe?, pregunté. Sabe, claro que sabe, dijo y acarició la corteza del árbol, saber es peor, duele más. Se quedó quieto. Yo quería hablar, sacar tema, pero no podía: mi abuelo estaba ahí y no estaba. De repente, vi una lágrima, una sola, escurriéndose por su ojo derecho. Fingí que no veía, él aprovechó para secarse. Me entró una pelusa en el ojo, dijo. Se cayó de la cañafístula, dije yo. ¿Ves?, ahora ya dices su nombre correctamente. Sí, respondí. Él sonrió. ¿Cuántos días van a demorar ellos en llegar hasta aquí?, pregunté. Unos tres, con las motosierras en tres días consiguen derrumbar toda la mata. No quiero ver, dije. ¿Lo qué?, preguntó. No quiero verla caer, expliqué. Yo tampoco, respondió. Se quedó en silencio otra vez. ¿Vamos a darle un abrazo, dije, de despedida? Vamos, retrucó. Abrí mis brazos lo más que pude, pero no conseguí alcanzar los dedos de mi abuelo del otro lado. No da, dijo. Es muy gruesa, respondí. Vamos, André, ya está oscureciendo. Tomó mi mano y me llevó para casa. Él tenía la mano áspera y fría, como la corteza de la cañafístula.

Traduccion de Paula Chiappara

Nenhum comentário:

Postar um comentário