domingo, 7 de fevereiro de 2010

Rosa Rosarum

En mi tesis de doctorado, Invenciones y fuentes de Jorge Luis Borges, describo qué, en la obra del escritor, es inventado y qué es real. El protagonista de "Pierre Ménard, autor del Quijote", por ejemplo, está basado en Louis Ménard, París, 1822 - 1901, que rescribió las piezas de Esquilo. Anatole France, que no comprendió lo revolucionario del método de relectura, lo denunció por plagio. Borges, adepto también a la apropiación de textos ajenos, transformó Louis en Pierre y le dio la coherencia, la verosimilitud y la gloria que no hay en entradas de enciclopedia.

Sé que no es imposible, porque las variables son finitas, pero todavía no conseguí rastrear todas las citas, referencias, invenciones bibliográficas, collage y parodias que se encuentran en Jorge Luis Borges. Mi trabajo es minucioso y exhaustivo, pero incompleto. Solo hice la defensa, con orientación de Regina Zilberman, para cumplir los plazos de la institución. Continúo, sin embargo, la investigación. A veces necesito hacer rectificaciones. Y ésta es una de ellas. Solicito, pues, a mis lectores que agreguen este texto a la página 214, entre el tercer e cuarto párrafo, de la primera edición, publicada por la Editora de la Universidad Pontificia Católica de Río Grande del Sur, en 1995. Un comentario de la señora Elf, que mantiene en Buenos Aires un interesante museo particular del autor del Aleph, es responsable por el trecho, que estoy seguro, agitará al mundo académico. Adelanto que, en breve, reeditaré mi libro, con otros anexos de menor importancia, y con dos o tres supresiones.

No son pocos los críticos literarios que apuntan las semejanzas entre El Nombre de la Rosa, de autoría de un histriónico profesor italiano, y "La Biblioteca de Babel", de Borges. Para Volodia Teiltelboim, Alinardo de Grottaferrata desarrolla el mismo concepto del escritor argentino: la biblioteca es un gran laberinto, símbolo del mundo. el cuento, según el biógrafo chileno, "presagia acontecimientos, situaciones y ambientes muy próximos al microclima enrarecido que se desarrolla en El Nombre de la Rosa. Lo que pocos saben es que la historia de Borges es una síntesis de un original del siglo XIV.

Debo a una poeta argentina, que conocí en Ghent, NY, en 1996, en un programa para escritores del tercer Mundo, la agradable y productiva tarde que pasé en compañía de la Familia Elf, en Buenos Aires. Ni bien desembarqué en la capital porteña, dos años después de nuestro encuentro en las tierras del Norte, la llamé por teléfono. Al día siguiente, Alina Molinari y yo fuimos recibidos por la simpática y servicial señora Elf, propietaria de un acervo material e inmaterial impagables.

De los objetos de Borges, ediciones originales y autografiadas, traducciones, producciones del período ultraísta, lapiceras y cuadernos de notas, prendedores de corbata y cepillos de zapato, coleccionados por el patriarca y mantenidos y aumentados por la viuda Elf, me impresionó un texto manuscrito, garabateado por el niño prodigio a los seis años de edad. Se trata de un pequeño ensayo sobre mitología griega, intitulado El minotauro, escrito en inglés. Delante de aquel rectángulo amarillento e quebradizo, felizmente encapsulado por dos hojas de papel vegetal, sentí una especie de vértigo. No soy creyente, pero debo confesar que ahí, bajo la luz filtrada de la tarde, bajo los efectos del vino del almuerzo y del olor del moho y del ungüento que la casa despedía, comprendí el pasaje bíblico que afirma que el Espíritu sopla para donde quiere. A los seis años, yo no pasaba de un mocoso, preocupado apenas con las caninas, gomas de mascar y álbumes de figuritas.

Lo mejor, sin embargo, estaba por venir. La señora Elf nos convidó para el té de las cinco.

"No creo - dijo Alina - que Kiefer pueda quedarse."

"Puedo - dije -, claro que puedo."

Temiendo que la visita llegara a ser tediosa, inventé, todavía en el taxi, un compromiso para las cinco, en la Recoleta.

"Visito a Jorge Tanure mañana" - me apuré a agregar.

Ya no soy capaz de recordar los manjares de aquella mesa, pero puedo repetir, palabra por palabra, lo que la señora Elf nos contó.

Borges los visitaba con frecuencia. Una noche, después de un asado de paleta de cordero, que tanto le gustaba, abusó del Brandy. El alcohol, el frío y la lluvia tenían el don de dejarlo nostálgico. Retornó a los recuerdos de la adolescencia, al verde de las aguas del lago Leman, al silencio de las callejuelas de la Vielle Ville.

"Mi cuento, 'La Biblioteca de Babel', que generó una serie infinita de epígonos, es el resumen de Rosa Rosarum, escrito por Horloger du Rhone, el paciente y metódico monje que auxilió a Boccaccio a leer Platón y Homero del original." Hizo una pausa, como a la espera de la reacción de los oyentes. Pienso que el carraspeo de la señora Elf, que en aquella tarde era una elipsis y hoy es un anexo, reproducía el otro, de Borges. "Me enorgullezco de haber visitado tantas veces sus páginas centenarias" - agregó él y ella repitió. Después, erguido en el sofá, con la voz susurrada y ausente de los ciegos, sentenció: "La historia de las literaturas está hecha de injusticias, olvidos y glorias vanas. En sus memorias sintéticas y sin brillo, el general Dufour (1), confesó odiar el libro, utilizado para ejercicios de traducción."

El propio Borges, muñido de un Gradus ad Parnassum, de Quicherat, enfrentó, estoicamente, el arduo latín del monje benedictino, en el silencio de la biblioteca del Liceo Jean Calvin.(2)

Los que estudian ecdótica, como yo, han de imaginar lo que pasé después de esa tarde en la casa Elf. Les ahorro la descripción de mis tormentos. Sintetizo, como Borges haría. Traté de viajar a Europa, en busca del libro. En Ginebra, revolví las bibliotecas, la Pierre Goy, el Anexxe du Perreir, el de Romagny, la Municipale, la de La Cité, la des Eaux-Vives, la de la Jonction, la des Minoteries, la de Pâquis, la de la Servette, la Saint-Jean, inútilmente. En fin, el dueño de una librería de usados del Boulevard Helvétique me devolvió la fe en la señora Elf, debilitada por semanas de búsqueda.

"Vendí un ejemplar de Rosa Rosarum al librero Giacomo, de Barcelona, hace algunos años. Era una edición de 1558, de la casa de Jean Viret, de Lyon, el mismo que editó la primera edición de Les Propheties, de Michel de Notre Dame."

Días después, en una callejuela angosta y oscura de la ciudad española, encontré Giacomo (3). Tenía el rostro pálido y los ojos opacos. Era alto y todavía joven, pero andaba encorvado como un viejo. Recordaba un personaje de Hoffman o Hawthorne. Describió, con minucias, los estantes de metal de Rosa Rosarum, el tipo de letra, las marcas de impresión, los varios ex-libris, los lomos de cuero. Le gustaba leer las obras raras que vendía, era una forma secreta de mantenerlas, pero, infelizmente no dominaba el latín. Ni llegó a incluir el libro en el catálogo. Telefoneó a un cliente italiano, abogado o profesor, que lo adquirió sin regatear. "Ergo, Ego...", murmuró. No lo corregí. Me despedí. Sus manos eran fuertes y nerviosas, pero secas y cubiertas de arrugas. En la puerta de la librería me saludó una vez más. Su traje era mísero y desalineado y su fisonomía, pálida, triste, fea e insignificante. Pensé en Borges, que no llegó a leer el Nombre de la Rosa. En la noche que indicó la fuente primaria de su alegoría del mundo como biblioteca, recitó pasajes enteros de Rosa Rosarum, con perfecta entonación medieval (4).

(1) Cuya estatua plateada encanta a los visitantes del centro Ville, en Ginebra.

(2) En la carta a Maurice Abramowicz, escrita en francés, el 13 de enero de 1920, hoy perteneciente al acervo de la Colección Eduardo F. Constantini, Borges lamenta la tarde mutilada. Mientras los colegas fueron al baño en Leman, prefirió la trabajosa traducción de Rosa Rosarum. El 20 de junio de 1921, la Revista Ultra, de Madrid, año I, número 14, publicó un poema del joven poeta, "Atardecer", en que la imagen reaparece: "En el poniente pobre / la tarde mutilada / rezó una Avemaría de colores". En carta a Jacobo Sureda, comentó: "Sobre tu elogio a mi poema Atardecer (que fue publicado en Ultra), creo sinceramente que de los 3 últimos versos el único que encarna una intuición verdadera de la realidad es el que dice "la tarde mutilada". El resto, es profesionalismo lírico."

(3) Flaubert, en un cuento de juventud, "Bibliomanía", también llamó a un librero barcelonés de Giacomo. El lugar común es el pecado, pero no hay otra forma de decirlo: la vida imita el arte.

(4) En la nota introductoria de El nombre de la rosa, traducción anacrónica y manierista de Rosa rosarum, Humberto Eco se refiere al manuscrito del siglo XIV, atribuyéndolo a Don Adson de Melk. Elude, sin embargo, cualquier referencia a Horloger du Rhone.

(Traducción de Paula Chiappara)

segunda-feira, 25 de janeiro de 2010

Nero

Ya me acostumbré a todo, pelea a cuchillo, tiroteo, sangre y dientes partidos, dijo él, pero todavía siento un nudo cuando levanto un gallo que ni para gallinero sirve más. Después de una lucha, se quedan tan excitados que no pueden parar, picotean su propia carne, atacan lo que encuentran por el camino, vidrio, piedra, astilla. Ahí lo mejor es sacrificar. Hay criador de gallo que prefiere asarlo, yo no. Lo entierro, rezo un Padre Nuestro, no consigo comer un gallo que tuvo el coraje de entrar en el reñidero y enfrentar las espuelas de metal y el pico afilado de un adversario. Más pena me da todavía ver un campeón muerto, el cogote flojo, el ojo vacío, como hoy. Los gallos no tienen orgullo, son todos iguales. Ni en el más valiente llegué a ver alguna vez una pizca de fanfarria. Gallo de pelea merece el desvelo del criador, pero el que siente placer es el hombre, ese bicho que se divierte con la sangre, el dolor y el sufrimiento. Hoy lloré ahí en la valla, cuando vi al Falluja tumbado de un golpe exacto. No era el favorito, yo sabía que la cosa iba a ser dura, pero no pensé que un malayo grande y pesado, pudiera dar una puñalada con tanta precisión, de arriba a abajo, en la corona de mi gallo. Ese tipo de raza, de ala corta y piernas musculosas, solo anda por el piso, no vuela.

¿Será que al gallo le llega la hora? ¿Será que presiente alguna cosa? El jueves, cuando hice el trabajo a mano, el Fajulla ni siquiera voló bien, estaba desanimado, mal se equilibraba en los ejercicios. Después en el caminador, quedó duro, mirando la nada. Y hoy, en la lucha, entró en el reñidero como si cumpliera con una obligación. Por su forma pude ver que no era miedo, ni cansancio, ni pereza, ni enfermedad. No le quitaba el cuerpo a las provocaciones, pero tampoco reaccionaba, parecía conformado. Justo el Falluja, siempre el primero en atacar. Se quedó pegado al piso, sin ánimo. Llegué a pensar que le habían tirado una bolita de pan con calmante en el aserradero. Pero no, creo que no. La pelea tenía cotización baja, no valía el riesgo. Trampear en torneo puede costar la vida y no solo la del gallo. Fue él mismo que no quiso luchar, se dejó abatir, sin dignidad, como cordero. Vaya a saber uno, estaba cansado de la vida de riña y desistió. En el momento del golpe, ni pió, cayó de frente, como quien se arrodilla, seco, muerto. Y lloré, pero escondí las lágrimas para no perder la confianza de mi jefe. ¿Mostrar debilidad? Imagínese.

No puedo decirle el nombre, es un figurón del gobierno. Desde la época de Janio que el juego es prohibido. ¿Usted piensa que aquí solo vienen bandidos? Pocos lugares reciben adinerados, autoridades y artistas como nuestros torneos. Solo para darle un ejemplo, el otro sábado estuvo aquí una actriz famosa, acompañada del Diputado. Su actitud en la platea, poco interesada en las riñas, me hizo recordar a Helena, la novia de mi tío. No, tampoco doy nombres de visitantes, vaya a saber uno si usted no es policía, o periodista, pero puedo contarle la historia del mejor gallo que conocí. Y la de mi tío, que era un criador de lleno. Todo lo que sé lo aprendí con él - anotar el peso de los luchadores, todos los santos días, lavar con jabón de coco, limar las espuelas, cortar las uñas.

¿Quiere escuchar? Entonces pague una cerveza para suavizar la garganta.

Uso lija fina, aquellas de madame. Cada ocho días los gallos van a entrenamiento - con tape y retobo, claro, porque sino se lastiman. Y dos veces por semana entreno a mano. La izquierda debajo del pecho y la derecha equilibrando la cola: vuupt, el bicho sube cuarenta y cinco centímetros, agita las alas. De ciento y veinte a ciento y cincuenta saltos, para que no se ponga ladino y engorde. ¿El mejor peso? Entre dos quilos y ochocientos a tres quilos trescientos gramos, pero depende de la raza. A veces un shamo tiene más de cinco quilos. El malayo, que es jorobado, también puede pesar tanto.

Si está apurado devuelvo la cerveza.

Contar una buena historia es como preparar un gallo. Aunque estén todos alrededor de la valla más por el desenlace final, son las marchas y contramarchas las que hacen la pelea interesante. Una historia también tiene uñas y espuelas.

Los días de torneo me despierto de madrugada. Cebo mate, arrastro al mocho cerca de los establos y me quedo por ahí, concentrado en la yegua nocturna, que se encorva para no partir. Resiste, pero cuando los primeros rayos de luz le manchan el lomo oscuro, sale asustada. Los bichos se despiertan con su tropel. Escucho otra vez al corbatita, al jilguero dorado, al oropéndola. Ellos cantan y yo repaso los torneos, reveo cada lucha. Un buen criador sabe transformar un defecto en virtud, y neutralizar las ventajas del adversario. En un cuaderno que guardo debajo del colchón, tengo todo anotado, la raza del gallo, el peso, la altura, los puntos fuertes, los puntos flacos. Ahora, sobre aquel, no anoté que pudiera saltar y atacar por encima. Me dormí en los laureles. En la mano de mi tío, el Falluja le hubiera acertado al malayo en el oído, antes de que éste se levantara del piso.

A mitad de mañana, masajeo los muslos, el pescuezo y el pecho del luchador del día, como si acariciara una doña. Desplumo esas partes que son por donde entra mejor la inyección de vitaminas en la piel. Con el dedo gordo, deshago los nudos y estiro los músculos. De a poco voy entrando en el gallo, me voy convirtiendo en gallo. Y de ahí, hasta la hora de la lucha, me entiendo con él solamente a base de cocorocó. Después, cuando eriza las plumas en el reñidero, soy yo quien levanta la cresta.

El gallo que perdí hoy, el Falluja, no se parecía a Nero. Ni aquella actriz que anduvo por aquí se parecía a Helena. La novia de mi tío era mujer de verdad, tenía un diente feo, los pechos pequeños, las pantorrillas finas. La otra era una muñeca blancuzca, fría, de plástico. Solo en los ojos inquietos eran iguales.

Nero era un bankiva, mejor preparado que el Falluja, un calcuta. Sé como los hindúes consiguieron esta raza, cruzando el jawa y el hyderabadi. El Diputado siempre me trae revistas y libros sobre gallos, hasta en lengua extranjera. Leo lo que puedo y anoto en mi cuaderno. Después de horas de combate, un calcuta todavía es capaz de un último gran golpe. Nero tenía una resistencia descomunal, podía luchar un día entero. Y de repente, a pesar del cansancio, le daba con la púa y cerraba la cuenta. Gallo de riña parece mujer, precisa de mimos, avena sin cáscara y paciencia. Y maíz, lenteja, trigo, jugo de remolacha, zanahoria, cebolla y huevos. Un criador tiene que ser firme, no puede vacilar. Yo lo confieso, no tengo madera para este negocio, lo que quería mismo era ser veterinario, ya di tres vestibulares y me fue mal en todos. Fui cabo electoral del Diputado que me dio empleo aquí en la chacra. Tengo que abrir el galpón, sacar los tractores y los camiones para el patio, montar la valla y esperar que la gente llegue. Todo el mundo sabe que lo que él quiere es ver a los gallos sangrando. Cuanto más fea la lucha, más feliz se queda.

Los milicos tampoco permitían las riñas, pero se hacían los desentendidos. El pueblo precisaba gritar en algún lugar. Solo desmontaban los torneos cuando había denuncia. Ahí, metían fuego en todo, rompían las jaulas, recogían los gallos, detenían a los jugadores. Antes de Janio era bueno, nadie precisaba esconderse, pero yo no era de ese tiempo, solo mi tío. En las manos de él, gallos y mujeres cambiaban. Helena, a quien recordé por la otra, llegó aquella vez a casa toda maltrecha, flaca como un piolín, el pelo seco, la piel escamada. Y una tarde de torneo, meses después, estaba toda arreglada, para dejar boquiabierto a cualquiera, ni restos del pollito mojado que había llegado por la vereda de ladrillos de cabeza baja y en un vestido floreado.

─ Capanga nueva ─ murmuró mamá.

─ No seas bestia ─ dijo papá, medio para dentro, para que los dos no escucharan.

La tarde se fue, cercada de trinos y mugidos, a los que se sumaron los silbidos de mi tío, todo agrandado, al lado de la criatura asustada y hambrienta.

No sé si fue vergüenza o falta de apetito, pero la muchacha no pellizcó la comida durante la cena.

─ Una falta de respeto ─ dijo mamá después que ellos se fueron, y repitió la misma cantarola por varios días. Y fíjese que la mesa estaba llena, costilla de cerdo asada en horno de barro, porotos rojos y arroz, mandioca frita, ensalada de rúcula, tomate, pepino en conserva. De postre, una ambrosia de chuparse los dedos. Mamá no era agarrada, hasta sirvió licor de naranja, que ella misma hacía, y un café colado como broche final.

Mi tío habló de gallos como siempre. Era un especialista y criador. Venía gente de lejos, hasta de Pelotas y Alegrete, atrás de sus malayos, shamos y calcutas. Además, sabía entrenar a un vencedor. Vivía bien, tenía casa de material y unas cinco hectáreas de tierra, a la salida de Pau-d’Arco, enseguida después del cementerio. Andaba de gusto en lambretta, porque no hay cosa mejor en el mundo que sentir el viento en la cara, decía él. Y todo era fruto del trabajo prohibido. Para justificar sus posesiones, falsificaba notas de Modelo 15. Las cinco hectáreas de tierra, que estaban cubiertas de yuyos y sin un chiquero, producían miles de latas de grasa. Sus manos de papel de seda nunca habían visto el cabo de una guadaña, pero hasta préstamos conseguía en el Banco de Brasil, como si fuera plantador de soja.

─ Nero es pollito todavía, pero estoy seguro que será un campeón ─ le explicaba a mi padre que de gallos sabía que tenían alas.

─ Pollito es éste ─ bromeó el viejo y movió la cabeza para el costado en mi dirección.

─ ¿Ya cambió de plumas? ─ preguntó el tío así, directo, en frente de la novia. ─ Qué nada, la camita todavía está impecable...

─ Paren con eso, ordinarios ─ gritó mamá. ─ ¿No saben respetar a un niño?

─ Niño, no ─ dije yo y salí de la mesa. Me acosté en la red debajo del pórtico. Escuché la risa de ellos por un tiempo. Después, sentí un movimiento y un perfume que conocía bien.

─ No les des pelota ─ dijo y se acomodó a mi lado. Fue la primera vez que me dio cosa la piel de mi madre recostada a la mía. Dejé la red y volví para la sala.

Creo que el tío percibió el disgusto de mamá, papá dijo alguna cosa porque ellos no volvieron a visitarnos más. Él era todo para mí, el espejo donde me veía, de chivita y bigote. Ya no aguantaba extrañar tanto, pero había aprendido a quedarme quieto. La cena se convirtió en un ojo de buey, un vacío de palabras. Por alguna razón el solo recuerdo de la insolencia de Helena, dejaba a mi madre enloquecida.

─ Aluísio quiere hablar contigo ─ dijo papá, meses después.

Atravesé Pau-d’Arco de bicicleta, como un rayo. La ciudad todavía no tenía semáforos ni rotondas. De la calle donde vivía yo hasta la casa del tío, del otro lado, me llevaba unos quince minutos. Pau-d’Arco era amplia, de casas de albañilería o de madera, con patios grandes y jardines. Nadie precisaba ir a la feria para comprar fruta o verdura, era solo agarrar de la quinta. La ciudad cambió, con todo. En esta Navidad, después de varios años, visité a mamá. Casi no reconozco mi tierra. Papá murió y no llegó a ver el Pau-d’Arco con facultad, fábricas y un comercio fuerte. Se pondría feliz al saber que las tres familias que mandaban en el municipio ya no mandan más, que hasta el PT consiguió, solito, reelegir al intendente. Después de las elecciones, el Diputado pasó dos días aquí, ensimismado sobre la valla, riñendo sin parar. Pensé que iba a matar a todo el plantel. “Ah, si mi candidato tuviera un poco de esa sangre”, exclamaba apuntando para el Falluja. El Diputado es un cacique en mi región, pero tiene gente que ya no escucha lo que dice.

Encontré al tío en el fondo de la casa, sentado en las raíces de un viejo eucalipto, con Nero en la falda. Voy a enseñarte a lidiar con los gallos, me dijo. Acarició la cabeza del calcuta y sacó una humareda azulada e maloliente del cigarro armado. Como si entendiera que ahora no lo esperaban las espuelas de metal, Nero se encogió sobre sus manos pequeñas y cerró los ojos.

Así, siempre que yo podía, después de las clases y cuando mi madre no me mandaba hacer otra cosa, me encaminaba a casa del tío y me convertía en aprendiz de criador. A mitad de tarde, Helena venía a traer un café. Si el vestido era de chita, rojo y con flores estampadas, las rodillas por fuera, podía ponerlo por escrito que mi tío desaparecería por algunas horas. Después, a la vuelta, parecía más chico, más flaco, más triste.

Otra cerveza y acorto la historia.

Ah, no le había contado, pero mi tío murió por la espalda, dos balazos en el pulmón y uno en la pierna. El gallo mata de frente, ojo por ojo y no arma celada, como la que sufrió Aluísio. Hubo juicio pero faltaron pruebas. O las cosas fueron arregladas, nunca se sabe. Juré venganza. Un día, años después, escuché la noticia de la muerte del asesino. En un baile, comió hierro caliente. Se arrastró por el salón con las tripas para afuera y murió antes de alcanzar la salida. Sentí un alivio, ya no precisaba cebar el odio. Usé el tiempo, hasta que la barba me tapó, preparándome para dejar Pau-d’Arco. Cuando el Diputado intentó la reelección vi que era mi oportunidad. Trabajé mucho para que él lo consiguiera. Semanas después, en el corredor de la Asamblea, se llevó un susto cuando me vio. Quiso que yo volviera a Pau-d’Arco, me ofreció el dinero del pasaje, pero insistí. Yo quería un empleo, era lo que me había prometido.

Aquella misma tarde, él me trajo para aquí a la chacra.

Nero está pronto, anunció el tío un viernes. El torneo sería grande, vendrían galleros de la frontera, y hasta del otro lado, del Uruguay y la Argentina. Todo se hizo a la luz, en el Parque Municipal, a pesar de la prohibición de la riñas. Creo que era por causa del Sexagenario de la Inmigración Alemania. Antes, los colonos se divertían en las Líneas de Tiro y ahora durante una semana, iban a recibir permiso para festejar en las bancas del tiro al blanco, con armas de juguete, en las canchas de bocha y en los reñideros. La ciudad estaba de fiesta, arrebatada por las cintas y banderas del Brasil y de Alemania. La Ley cerraba el ojo un poco más, debajo de la tiara, el fiel de la balanza tendía ya desde la cuna para el lado del asesino, otro fanático por gallos de riña como mi tío.

No sé si pasé la noche en claro, no me acuerdo. Lo que me viene a la cabeza, treinta años después, con toda nitidez, son los rabos de gallo que llenaron el horizonte, la tarde del sábado. Por unos instantes, una de las nubes formó una figura en los cielos que parecía un gallo, con la cresta roja y las plumas castañas y relucientes. Vamos a ganar, pensé.

En pocos instantes, Nero, el Emperador de Pau-d’Arco, golpeó tres concursantes. El último gallo fue más difícil.

La tarde todavía daba vueltas, era noviembre y sábado.

Mi tío se tiró sobre la valla, silbó dos veces como para dejar sordo y Nero entendió. En la platea, Helena aburrida cerró los ojos. Nuestro bankiva paró de atacar al malayo, grande y fuerte y dejó que él arremetiera. Pesado, el otro gallo invistió muchas veces, erró todas. La púa pasaba por debajo de los pies cuando Nero ya había saltado, o por encima de la cabeza, después de la agachada. Lo que hace la diferencia en un torneo es la preparación del gallo. En la valla, la hora de la verdad siempre llega, pero no vence el que tiene más raza, sino el que recibió el mejor entrenamiento. Por eso, a pesar del tamaño del malayo, Nero llevó la delantera. El adversario, pesado, de ala corta, no conseguía salir del suelo, y nuestro gallo arremetía el cuerpo para lo alto y subía. De vuelta, la espuela venía derecho a la cabeza, arrancando sangre, gritos y aplausos. Yo veía todo, la marca en el rostro de mi tío, que se iba deshaciendo con cada golpe justo y los ojos verdes de Helena en la platea.

El juez quiso parar el combate pero el dueño del otro gallo no aceptó

─ Hasta la muerte ─ gritó ─ vamos a luchar hasta la muerte.

Enojada o porque quería aprovechar la situación, Helena abandono el torneo. Vi que mi tío se puso furioso, perdió el control. Le gustaba tener a los gallos y mujeres en la valla misma, al alcance de la mano y la mirada. La rabia que sintió por la novia, se la transfirió al malayo. Y Nero, una vez más comprendió. Su criador no quería vencer, sino maltratar, no interesaba el trofeo, sino la humillación del adversario. Implacable, con una furia que yo no había visto en muchas semanas de entrenamiento, Nero perforó el ojo de su hermano de lucha. Viniendo siempre por el lado ciego, vapuleó al otro hasta el cansancio. Antes del final, como si sintiera placer con eso, le dio al otro ojo, haciendo al gallo enemigo correr al tuntún por la arena. Finalmente, el luchador se desplomó. Saciado mi tío recogió a Nero, debajo de un huracán de palmas, gritos y silbidos.

Meses después, al salir de casa para tratar de la riña de revancha, le dieron los tiros en la espalda.

Supimos también, en el juicio, que el negocio mezclaba juego y pasión. Helena, antes de vivir con mi tío, había sido concubina del mandante del crimen.

En Pau-d’Arco, en aquel mundo más antiguo, mi corazón se aceleraba solo de escuchar las explosiones de los manotazos en el reñidero. Hoy, ya no me emociono más. Siento pena de los gallos, esa es la pura verdad. A veces sueño que vivo en un establo sucio ─ tengo garras y pico, mi criador es un vago, no lima mis uñas ni lija mis púas.

In: KIEFER, Charles. Logo tu repousarás também. Rio de Janeiro: Record, 2006. p. 55-68. (Traducción de Paula Chiappara).

quinta-feira, 14 de janeiro de 2010

El Teniente

Carlos recibió la noticia de la muerte del Teniente Jorge con incredulidad, la madre debía estar bromeando. Examinó su rostro con lentitud: un estremecimiento en la musculatura facial, un pestañeo, una caída de ojos y la mentira sería revelada. Fueron largos los segundos y de ácido enfrentamiento. Al final, percibió en la tranquila inmovilidad del rostro de la madre, un dejo de cinismo, el vestigio de una alegría reprimida.


- Una descarga de chumbo grueso, de escopeta 12, debajo de la barbilla. Destrozó el cuello, ni un caballo aguantaría - dijo ella, y no escondió la satisfacción.


- ¿Quién? - preguntó.


- Moisés, dueño del Bar Central, padre de un compañero tuyo. El Teniente andaba de desfachatez con su hijo - la madre respondió y clavó unos ojos inquisitivos en el niño.

- Dé un paso al frente - ordenó el Teniente.

Carlos avanzó, hizo la venia. El sudor le brotaba en la frente, labio superior, axilas.

- ¡Enderece la columna! Levante los brazos para el juramento.

Buscó el mejor aplomo.

- Juro cumplir el reglamento y obedecer a mis superiores - dijo el Teniente.

- Juro cumplir el reglamento y obedecer a mis superiores - repitió el niño.

- Lo bien que hizo - dijo la madre. - Debería haber castrado al bandido, pero prefirió reventarlo de un tiro.


Carlos dio media vuelta y se refugió en el cuarto, distante del sarcasmo de su madre, y lloró. Ignoró las repetidas lecciones del Teniente Jorge y lloró. Aquello no era el mismo que soportar la quemadura provocada por la ortiga o por el calor, la muerte ultrapasaba todas las pruebas de resistencia. El dolor de la pérdida se sumó a la vergüenza de la flaqueza.


- Es necesario extraer placer del dolor - decía el teniente y aproximaba la llama del encendedor a la palma de la propia mano. Lo niños tenían los ojos fijos en su rostro. Un tiempo infinito ardió la llama. Él sonreía impasible.

- ¡Carlos!

- ¡Sí, mi Teniente!

- Dame la mano.

El oficial puso la llama del encendedor en la mano del niño, que soportó callado, primero el ardor y el calor, después el dolor y el olor a carne quemada.

- Este es macho - dijo el Teniente y apagó la llama.

Carlos sintió que se escapaba la luz de sus ojos y la fuerza de sus piernas. Despertó al rato, cercado de miradas ansiosas. Entre el mar de rostros, el Teniente lo miraba con cariño y admiración.

Todo había comenzado la tarde que Carlos había invitado a Rudimar para el tradicional partido de fútbol de fin de semana.

-Mañana no puedo - respondió el otro, reticente.

- Pero mañana es sábado - argumentó.

- Por eso, mañana es día de entrenamiento.

- ¿Tú estás jugando en otro equipo? - exclamó Carlos perplejo e indignado.

- No, nada de eso, es que ahora soy Policía Mirim - dijo el amigo.

- ¿Policía Mirim? ¿Qué diablos es eso?

- Bueno, eso es lo que es: Policía Mirim.

- Pero, ¿qué es Policía Mirim?

- ¡Cielos! Tu sí que eres burro, ¿eh? ¿No sabes lo que es policía?

- Claro que sé.

- ¿No sabes lo que es mirim?

- ¿Mirim? Déjame ver...Es el nombre de una laguna. Es, eso mismo, Laguna Mirim.

- Mirim no es ninguna maldita laguna. Mirim es una cosa pequeña. Juntando las dos, ¿qué nos da?

- ¡Policial pequeña! - dijo Carlos triunfante.

La mirada de Rudimar era una mezcla de compasión, rabia y tristeza.

Después de la corrección, Carlos preguntó.

- ¿Puedo ir contigo?

- Ni pensarlo. Está prohibido.

- ¿Y qué tiene de malo? Solo me voy a quedar mirando.

- De malo no tiene nada, pero está prohibido. Ley es ley. Además de eso, desobedecer el reglamento descuenta puntos, y yo quiero ser promovido a cabo.

Intentó argumentar una vez más, quedaban enemigos, no le prestaba las historietas, quería la galena de vuelta, pero nada convencía al amigo.

Al día siguiente, cuando Rudimar asomó la cabeza por la puerta de la cocina, estaba tomando café. Vino a pedir disculpas, Carlos pensó. Hizo de cuenta que no había escuchado, masticaba pan de maíz con mermelada. La madre se escurrió por detrás del biombo que separaba la sala de la cocina y le dio un tirón de orejas.

- ¿Son modos? Cuando tu padre se entere. ¿No saludar a tu amigo?

Casi se atragantó. De la rabia.

- Hablé con el Teniente. Puedes ir al entrenamiento hoy en la tarde - dijo Rudimar, conciliador.

- Ya no estoy interesado - retrucó Carlos con altivez.

- Que lástima... - murmuró el visitante.

Carlos tomó el resto del café con cuidado, evitó la borra en el fondo de la taza. Una bajeza, repetía la madre refiriéndose a los coladores de paño, que ella se recusaba a usar. Pau-d’Arco todavía no conocía los filtros de papel. Tenía obsesión por la limpieza. Una de las actividades de Carlos por las mañanas de sábado, si quería permiso para el fútbol, era lavar las veredas y encerar el piso.

- ¿Seguro que no quieres ir? - insistió Rudimar.

- ¿Quieres que vaya? - preguntó Carlos después de un largo silencio.

- Si no quisiera, no habría hablado con el teniente - respondió el otro, con un tono ya de irritación en la voz.

- Voy - dijo, percibía que era la última chance.

- Paso por aquí después del almuerzo.

Se secó las lágrimas, retiró el uniforme del cajón y se vistió. Dio algunas vueltas por el cuarto, respiró muchas veces, controló la emoción. Se miró en el espejo, en la parte interior de la puerta del guardarropas, en posición de sentido y sonrió: estaba impecable.

Si no hubiera sido por la insistencia de Rudimar no estaría aquí ahora, Carlos pensó. El Teniente Jorge, los ojos verdes e inquietos clavados en el niño, hablaba:

- Hoy es un día muy especial. Tenemos un nuevo compañero entre nosotros. Alguien que juró hacer todo en el cumplimiento del deber. La patria corre peligro, pero estamos todos dispuestos a salvarla. ¿No estamos?

- ¡Estamos! - respondieron al unísono los niños alineados.

- ¿Estamos o no estamos? - indagó el Teniente otra vez.

- ¡Estamos! ¡Estamos! ¡Estamos! - gritaron, en transe, los niños.

Un escalofrío corrió por la piel de Carlos. Hinchó el pecho, plantó bien el peso del cuerpo sobre las piernas, haría todo para salvar al Brasil.

Estaba impecable: botas relucientes, pantalón plegado, casco blanquísimo. El tórax inflado, la barbilla apuntando para adelante y hacia lo alto, la mirada aguda, las bastas cejas y el aire determinado reflejados en el espejo lo llenaron de un orgullo tal, que le fue difícil respirar.

Sentado sobre el balcón de madera, que servía de palco los días de juegos oficiales del estadio municipal, Carlos asistió al duro entrenamiento de los soldados-mirins. El Teniente Jorge, vestido apenas de pantalón y zapatos deportivos, comandaba el batallón de niños. Contornearon varias veces el campo de fútbol, en marcha atlética, después corrieron. Sin pausa para descanso, iniciaron las polichinelas, las lagartijas y las flexiones. Peces nadaban sobre la piel del Teniente, los haces de músculos bailaban con cada movimiento. Hacía los ejercicios sonriendo, gritaba las órdenes sin manifestar cansancio.

En el medio del pelotón un niño pelirrojo se derrumbó.

- ¡Levántate, mujercita! - ordenó el Teniente.

El niño continuó caído en el pasto, contorneándose de dolor. Dos soldaditos, a la señal del Teniente, que no interrumpió las lagartijas, arrastraron al pelirrojo fuera del campo y volvieron a sus lugares.

Carlos saltó del palco, se acercó al niño caído.

- ¿Qué pasó? - preguntó.

- Calambres, calambres en las pantorrillas.

Hizo mención de ayudarlos a masajear los músculos endurecidos.

- ¡Aléjate! ¡Aléjate! - gritó el niño. - Si el Teniente mira, estoy perdido.

Levantó la punta del pie derecho apoyándose sobre el talón, al mismo tiempo que levantaba el talón del pie izquierdo y giraba el cuerpo en exactos noventa grados. Juntó, luego, los pies en un movimiento seco y hizo sonar el taco de la bota en el suelo.

- Tienes una dentadura magnífica - le dijo el Teniente al final de los ejercicios y lo miró con voraces ojos verdes. El niño se estremeció.

Después del comentario del Teniente, triplicó los cuidados con el brillo de los dientes, al punto de la madre llamarle la atención por el excesivo consumo de pasta dentífrica.

Pasó a embeber el cepillo en jugo de limón y a friccionar el arco dental hasta el sangrado de la encía. A cada hora verificaba en el espejo la pureza del esmalte. Y esperaba, esperaba con la sensación de que el tiempo se detenía, esperaba el momento de ingresar en el Primer Batallón de Policía Mirim de Pau-d’Arco.

De perfil pudo examinar la rectitud del espinazo y la dignidad que le conferían los trazos de los galones fijados en la manga del uniforme.


- ¿No quieres formar parte de la corporación? - indagó el teniente después del elogio a su dentadura.

- Él está loco por entrar - se entrometió Rudimar.

- Quiero - murmuró Carlos casi sin voz.

- ¿Cuánto calzas? - preguntó el Teniente.

- Treinta y ocho - dijo el niño.

- Por Dios, ¡qué pie! - exclamó el oficial y silbó.

El Teniente percibió la timidez del niño, preguntó por las otras medidas.

- No sé - respondió Carlos, los ojos en el pasto, el rostro ardía de vergüenza.

- Espera un poco.

Se alejó, entró en el vestidor y retornó con un estuche de donde retiró una cinta métrica, un block de papel y una lapicera. Enrolló la lámina fría en el cuello de Carlos, la lapicera presa entre los dientes. Midió brazos, tórax, abdomen y piernas. Largó la cinta y anotó.

- El uniforme estará pronto en dos semanas.

- No sé si puedo, preciso hablar con mi madre. ¿Cuánto va a costar? - preguntó.

- Nada - respondió el Teniente. Es regalo mío.

Se miró de todos los ángulos, intentando encontrar señales que fueran del adolescente tímido, encorvado y miedoso de algunos meses atrás, pero un nuevo Carlos lo había enterrado bajo una avalancha de palabras de orden, estoicismo y fuerza de voluntad.

Tres meses después de su ingreso al Primer Batallón de Policía Mirim de Pau-d’Arco, fue promovido a cabo-mirim, lo que le mereció la enemistad de Rudimar y de otros niños. Los victoriosos no tienen amigos, solo aduladores, lo consoló el Teniente.

Los constantes ejercicios en los entrenamientos, sumados a los que practicaba en casa, aumentaron el volumen de su tórax, cuello, brazos y piernas. Dejó de ser el niño raquítico y miedosos, soñaba pelearse con Marcelo. Se imaginaba con un pie sobre el pecho sofocado del hermano, mirándolo desde encima, con audacia, saboreando su espanto, admiración y miedo.

- ¿Adónde piensas que vas? - indagó la madre por esos días, un sábado por la mañana.

- ¡Pregunta idiota! - retrucó, él.

- No señor, sin lavar las veredas y encerar la casa, no vas a ningún lugar - dijo la mujer, impidiendo su avance con el cuerpo flaco.

Carlos le dio un empujón. Agarrada de sorpresa, con el pie mal apoyado, la madre quedó tendida en la calzada. Los llantos de la mujer lo alcanzaron, titubeó un instante antes de atravesar el portón, pero después los olvidó.

- Atravesó el pescuezo, volaron pedazos de Teniente por todos lados - gritó la madre. -Un tiro de 12, ¿sabes cómo es? Ni un caballo aguanta. Abre un agujero que hay que ver para creer.

- ¡Cállate la boca! - le ordenó.


- ¡No me cayo nada! - retrucó atrás de la puerta.

Los domingos, uniformados, los policías-mirins salían a las calles de Pau-d’Arco, dignos, altivos, encastrados en sus trajes. Dos o tres se encargaban de fiscalizar el cine, otros iban al único campo de fútbol de la ciudad, las plazas, las fiestas religiosas. El Teniente Jorge, antes de enviarlos al trabajo de calle, les examinaba el uniforme, los botines y el cinturón de plástico, que sostenía el revólver de fantasía y la cachiporra hueca, en busca de resquicios de suciedad.

- El primer deber de un soldado es el aseo - decía. - El segundo, la verdad. Un soldado no tiene secretos. Verdad y aseo andan juntos. La limpieza exterior es un reflejo de la limpieza interior.

Al principio, en las rondas que hacían por las calles, y mismo en las matinée del Cine Imperial, cuando vigilaban los abusos de los enamorados y las peleas de grupos, cuando hacían apuestas en la portería o espiaban la sala de proyección, donde Diógenes sudaba a chorros, encontraban cierta resistencia: los otros niños, paisanos, se burlaban del uniforme, del revólver de fantasía y de la cachiporra de plástico hueca.

Cierto día, el cabo Carlos tuvo una idea brillante. Convocó a dos soldados de su confianza, Federico y Guillermo, y les explicó lo que tenía en mente.

- Hagan un agujero en la empuñadura de la cachiporra y llénenla de arena.

- ¿Y si el teniente lo descubre? - preguntó Federico.

- Si nadie abre la boca, no va a saber de nada - retrucó el cabo-mirim.

La oportunidad para testar el invento surgió algunos días después. Los juegos de canicas, fútbol, cabra ciega, rayuela y otros agrupamientos de niños estaban prohibidos después de las veinte horas en los días hábiles. Los domingos y feriados, la prohibición era total. Que se dedicaran a las cosas de Dios, o se quedaran dentro de sus casas, sin hacer bulla. A lo sumo, se permitía la circulación de duplas de niños por las calles desiertas de la ciudad. Miembros de una misma familia podían andar en grupos de tres o más, desde que fueran autorizados por la Secretaría de Orden Social de Pau-d’Arco.

Carlos, Federico y Guillermo retornaban de la matinée. Aunque de servicio, alineados en los corredores del cine, intentaban ver algo de lo que pasaban en la pantalla, sin perder los movimientos sospechosos de la platea.

- ¿Qué duelo, eh, cabo? - preguntó Guillermo.

- Muy bueno - respondió Carlos.

- ¿OK Curral existe? - preguntó Federico.

- Sabes que no lo sé...- respondió el cabo, contrariado.

En el cruce de las calles Papo-de-anjo y Cabra-cega, sorprendieron un grupo de niños corriendo detrás de una pelota de paño, en fragante falta de respeto a la Ley. Eran calles de poco movimiento y sin veredas. Entusiasmados, los niños no percibieron la aproximación de los defensores del Orden, que invadieron el improvisado campito distribuyendo palazos. En segundos, la calle quedó prácticamente desierta. Apenas un niño no huyó.

- Ustedes no tienen derecho de arruinar nuestro juego - reaccionó.

- Está prohibido jugar los domingos - dijo el cabo.

- Me cago en su prohibición. ¿Quiénes se piensan que son? ¿Los dueños de la ciudad?

- ¡Cuida esa lengua! - gritó el oficial-mirim, avanzando amenazador sobre el civil.

- Puedes golpear - desafió el otro. ¿Piensas que tengo miedo de esa porquería?

Carlos bajó la cachiporra con toda fuerza del brazo, el palazo sonó hueco. El niño herido, abrió los ojos de par en par, puso una cara de dolor, pero no gimió.

- ¡Pide disculpas, hijo de puta! - Carlos gritó y continuó golpeando.

En el séptimo u octavo golpe, las piernas del niño temblaron. De rodillas, pero todavía desafiando al militar con una mirada arrogante, su último triunfo, soportó muchas otras hasta derrumbarse.

Éste aprendió la lección, dijo el cabo y lo pateó en le ingle.

Federico y Guillermo quedaron lívidos. Carlos se arregló el cabello, calzó la cachiporra en la cintura y gritó:

- ¡Muévanse, estúpidos!

Dos días después, un jipe estacionó en el frente de la casa de Carlos.

El Teniente Jorge bajó, saludó a doña Flora y preguntó por el niño.

- Un minuto - ella respondió. - Voy a llamarlo.

Carlos bajó la escalerita del porche con el corazón en el pescuezo. Miró al Teniente. El oficial tenía el semblante contraído, la boca arrugada.

- Necesito hablar contigo - dijo y pasó el brazo sobre el hombro del niño, arrastrándolo para debajo del paraíso, lejos de los oídos atentos de la madre.

- El niño terminó en el hospital...

Sintió un frío en el estómago, mezcla de odio y temor. ¿Federico y Guillermo?, pensó.

- ¿Está mal? - preguntó.

- No, solo algunos hematomas. El padre inició una demanda, registró la queja, me quiere responsabilizar por el incidente...

- ¿Qué vamos a hacer?

- Nada, pero haz desaparecer aquellas cachiporras, búscate otras. ¿Se volvieron locos? ¿Quieren matar a alguien y arruinar todo?

- Si, mi Teniente, es necesario extraer placer del dolor - dijo en voz alta, delante del espejo. La madre gritó alguna cosa más del lado de afuera. Él no escuchó.


El padre del niño agredido retiró la queja. El caso acabó sirviendo de lección a los habitantes de Pau-d’Arco. Hasta mismo los adultos comenzaron a hacer la venia cuando los soldaditos pasaban, impecables en sus uniformes y erguidos sobre sus botas relucientes. Vivían como pequeños dioses: no hacían fila, no pagaban entrada al cine y en los bailes del Club Caixeiral, los automóviles se detenían para que atravesaran las calles en la más absoluta seguridad.

Los casos de golpizas se multiplicaban, pero los niños, protegidos por el omertá, levantaban la nariz. Poco a poco, la arbitrariedad aumentó. Insatisfechos, los pequeños guardianes de la Nueva Ley pasaron a presionarnos por niñerías: una mirada atravesada, una palabra ambigua, un libro sospechoso encontrado en la escuela, eran motivos de prisión. Respondí a un proceso porque fui sorprendido leyendo Lo rojo y lo negro en la Plaza Matriz, una tarde de sol. Cierta madrugada, en un callejón cualquiera de la ciudad, un hombre murió. El médico llamado para hacer la autopsia, declaró meningitis como causa mortis. Después, una verdadera epidemia tomó la ciudad hasta el día en que Moisés, el dueño del Bar Central, mató al Teniente. El batallón se disolvió, pero Pau-d’Arco no volvió a ser lo que era antes.

Carlos reexaminó el pliegue de los pantalones, el brillo de las botas. Se colocó el casco, hizo la venia a su propia imagen reflejada en el espejo y salió para el velorio.

(Traducción de Paula Chiappara)

quarta-feira, 13 de janeiro de 2010

Ilana antes de la lectura

Boca abajo, con el mentón apoyado sobre las manos extendidas, los codos clavados en el colchón, Ilana contempla el cuerpo de Murilo. Contempla su cuerpo desnudo con la misma devoción y encantamiento con que admira las reproducciones de Van Eyck, Rembrandt, Velázquez o Cézanne. No, no es una expresión exagerada: lo observa con fervor casi místico, siderada por el calor animal que su piel irradia en la sombra y por la fragancia dulce que permanece todavía en el aire, después del amor. Lo mira con atención tan concentrada que puede ver el tiempo escurriéndose de sus poros, huyendo de sus brazos y piernas, infiltrándose lentamente en los suaves dobleces de la materia sedosa de las sábanas. La entristece no tener aptitud para la pintura. Congelaría el tono rosado de esa carne, antes que la corrupción de los días la marcase con arrugas, manchas y flacidez: congelaría el amarillo oro de sus cabellos, el desorden de las sábanas, las ropas tiradas por la alfombra, y más que nada, el placer impregnado en las paredes, reproducido en el espejo de la cómoda, suspendido en la penumbra enrojecida del cuarto, antes que todo no pasara de sombra en la memoria. Lo mira con devoción apasionada, tiene ganas de ver su interior, saber cómo es que sueña, sorprender el movimiento incansable de las infinitas moléculas, de los trémulos átomos, recorrer sin prisa la geografía íntima del hombre adormecido. Su mirada es más fuerte que la caricia porque toca el ser, piensa y sonríe. Lo ve así, relajado y desnudo, es una prolongación de su existencia más plena, de su propio placer. Una continuación del orgasmo, a extenderse aún, en minúsculas ondas sobre el cuerpo. Contracciones súbitas y ásperas al principio, mansas y reincidentes noche adentro. Murilo resuella, Ilana vela su sueño. Él nunca conocerá la plenitud del éxtasis y sus graduaciones más sutiles. Para el hombre, el amor será siempre una tentativa, una piedra de Sísifo. En el ápice, el amor rodará por la ladera de la montaña. Derrotado, buscará refugio en el sueño. Para la mujer, el amor es siempre un resultado, el pasaje de un estado al otro, un desborde, una explosión de los sentidos.

¿Qué habrá visto en él, piensa, que la arrebató de tal forma? ¿Cómo no percibió la aproximación de la sombra, quien creó alrededor de sí mismo un círculo de luz y movimiento? Siempre huyó de los hombres pesimistas, cínicos y depresivos. Ilana, la extrovertida, amante de los días soleados y de las noches luminosas, enamorarse de su antípoda. La mirada, estaba segura ahora, la mirada de Murilo la había conquistado. Una mirada paradojal, la de él, ingenua y audaz, turbia y cristalina. Una mirada ambigua, que sin convertirla en objeto, o exactamente porque en eso la tornaba, la excitó desde el primer instante, a pesar de la fuerte resistencia que sintió. ¿O porque la aguda mirada de Murilo, al desviarse de la suya, se deslizaba cuello abajo, enredándose en los senos, derecho, sin pudor, crispado de deseo, tenso, una caricia tan real cuanto un abrazo o un beso?

Conoció a Murilo en una fiesta.

Llegó a rechazar la invitación de las alumnas, estaba cansada, pretendía levantarse temprano la mañana siguiente. Además de las clases diarias que daba en la facultad de Letras, el doctorado la absorbía completamente.

- Que cosa, Ilana, es la tercera vez que rechazas una invitación...- reclamó Isaura.

Era sincero su reclamo. Después de pensar un poco, resolvió aceptar bajo una condición.

- A media noche alguien me lleva para casa.

- Ya sé, por qué...- dijo Pedro, bromeando.

- Claro, hombre, a media noche el encanto se rompe y la cenicienta se convierte en sirvienta - se anticipó.

Había un pequeño grupo de alumnos con los cuales conseguía mantener, a pesar de la diferencia de edad, que al final no era tanta, una convivencia alegre y productiva fuera del salón de clases. Se destacaban en la Universidad: leían, discutían sobre arte y política, asumían posiciones osadas. Los demás parecían estancados en la propia mediocridad. Y lo que era peor: se complacían de eso. Era doloroso hablarles de literatura, proponerles la aventura de leer el mundo y así mismos y chocar contra la bestial apatía, la mala voluntad y la resistencia declarada. Si no fuera por le media docena de Quijotes, Ilana ya habría abandonado el magisterio.

En el departamento repleto, no encontró lugar donde sentarse.

- Hágame el favor - dijo alguien, cediendo el espacio en el sofá.

El tipo de hombre desagradable: ropa arrugada, cabello despeinado, barba mal recortada, lentes gruesos, hombros llovidos. En una sola palabra: apático. Él caminó hasta la ventana y ella descubrió otra causa de desprolijidad: arrastraba los pies, como viejo reumático.

Poco a poco, el apartamento se vació, ya sobraban banquetas y lugar en las sillas pero el hombre continuaba inclinado en la ventana fumando.

- Disculpa, Ilana, no pude hablar contigo antes - dijo Tanira, sentándose a su lado.

- Bonita fiesta - comentó.

- ¿Te ha gustado de verdad?

- Me encantó.

- ¡Murilo! - lo llamó Tanira.

El hombre en la ventana no se movió.

- Este tipo es complicado - dijo ella.

- ¿Quién es? - preguntó Ilana.

- Murilo de Assis, escritor, amigo de Antonio. Creo que el nombre es pseudónimo...

- ¿Escritor?

- Bueno, tiene un librito de cuentos publicado, no es gran cosa, no...

- Céline tenía razón - dijo Murilo, y se dio vuelta teatralmente en dirección a las mujeres.

- ¿Razón en qué?- preguntó Ilana, disfrazando la irritación, odiaba las citaciones.

- “Que el hombre no es más que pudrición en suspenso” - respondió y la encaró.

- ¡Ay, qué horror! - Exclamó Tanira y se levantó. No dejes que este tipo te envenene - continuó antes de desaparecer por la puerta de la cocina.

Ilana besa a Murilo en el rostro, se levanta, junta la sábana arrugada a los pies de la cama y la extiende sobre el cuerpo de él. Junta las ropas tiradas por el cuarto, las dobla y las coloca sobre la mesa de luz, recoge el cenicero y los vasos de vino de la mesita de la sala, los deja en la pileta de la cocina y entra en el baño para una ducha.

- La mirada, él diría después, al acompañarla a la casa, es más fuerte que la caricia porque toca el ser.

Ella juzgó la frase pedante, juego retórico para causar impresión. No respondió.

Delante del apartamento, Murilo se despidió con un tímido apretón de manos y se fue. Ilana quedó perpleja, un poco decepcionada con su frialdad. No siquiera una insinuación, una tentativa de subir, tomar la última cerveza, un café...

Continuaron encontrándose, él iba a esperarla a la salida de la Universidad, un día con un romance francés de regalo, al otro con un ramo de claveles.

- Eres único - ella exclamaba.

Seis meses después, para sorpresa de las amigas, a quienes siempre decía nunca aceptar relaciones estables, Ilana y Murilo pusieron un apartamento, juntos.

Después del baño, se tranca en la biblioteca. Prende el CD, va hasta la ventana. La prolongada agonía del solo de saxo llena la noche. Sumergida en una densa bruma, la ciudad respira, discos luminosos se dislocan allá abajo, en todas direcciones. Debe leer los nuevos cuentos de Murilo, se acuerda. Hace días que él espera un comentario. Abomina su estilo descarnado, el exceso de subentendidos. Que las historias sean sombrías y trágicas no la sorprende, al final la literatura parece alimentarse de la negatividad, del mal. Lo que la inquieta es la insistencia en el tema de la traición y la identidad perdida. ¿Tal vez no está ahí la explicación para sus celos enfermizos? Cualquier referencia que haga a su pasado, una sonrisa gentil a otro hombre, una mirada sin el menor significado, desencadenan tempestades violentas, agresiones verbales, desaparecimientos. Días después, él vuelve, la mirada suplicante, el rostro abatido. Incapaz de resistir, lo perdona, recoge al pequeño animal herido, finge creer en sus promesas de que las desconfianzas cesarán. ¿Tiene miedo de ser traicionado o proyecta en mí sus propias fantasías, su propia volubilidad?

Ilana toma el original del libro de Murilo sobre el escritorio, se enrosca en el almohadón y comienza a leer.

(Traducción de Paula Chiappara)

sexta-feira, 8 de janeiro de 2010

LA ÚLTIMA CAÑAFÍSTULA

Cañafístula, repitió mi abuelo, batiendo la mano abierta sobre la corteza del árbol. Debe tener más de trescientos años, continuó. Miré el árbol, lo miré a él. Hubiera jurado que él era más viejo que ella. Me gusta esta cañafístula, dijo. Miró hacia la cima, y alrededor, batió otra vez en la corteza gruesa y rugosa. Porque es la última, continuó. Debe ser muy triste, dije. ¿Lo qué?, preguntó. ¿Qué debe ser triste? Ser la última, le dije. Debe, respondió. Levantó la cabeza y miró hacia la cima otra vez; hice lo mismo. No daba para ver la copa. Debe hacer frío allá arriba, dije. Mejor que acá abajo, retrucó, por lo menos no está sofocada. Cierto, respondí y llegué a sentir en el rostro el viento bueno que soplaba allá arriba. ¿Será que ella sabe?, pregunté. Sabe, claro que sabe, dijo y acarició la corteza del árbol, saber es peor, duele más. Se quedó quieto. Yo quería hablar, sacar tema, pero no podía: mi abuelo estaba ahí y no estaba. De repente, vi una lágrima, una sola, escurriéndose por su ojo derecho. Fingí que no veía, él aprovechó para secarse. Me entró una pelusa en el ojo, dijo. Se cayó de la cañafístula, dije yo. ¿Ves?, ahora ya dices su nombre correctamente. Sí, respondí. Él sonrió. ¿Cuántos días van a demorar ellos en llegar hasta aquí?, pregunté. Unos tres, con las motosierras en tres días consiguen derrumbar toda la mata. No quiero ver, dije. ¿Lo qué?, preguntó. No quiero verla caer, expliqué. Yo tampoco, respondió. Se quedó en silencio otra vez. ¿Vamos a darle un abrazo, dije, de despedida? Vamos, retrucó. Abrí mis brazos lo más que pude, pero no conseguí alcanzar los dedos de mi abuelo del otro lado. No da, dijo. Es muy gruesa, respondí. Vamos, André, ya está oscureciendo. Tomó mi mano y me llevó para casa. Él tenía la mano áspera y fría, como la corteza de la cañafístula.

Traduccion de Paula Chiappara

quinta-feira, 7 de janeiro de 2010

MIEDO

Lo que veo desde el retrovisor son imágenes invertidas: la cicatriz que estaba del lado derecho del rostro va en el izquierdo. Aprendí en el taxi que el rostro no es la suma de frente, nariz, cachetes y mentón; el rostro es otra cosa. Hay gente con facciones furiosas que es mansa como cordero; hay gente con cara de pajarito que es yarará. Acá, saber interpretar el rostro es cuestión de supervivencia. Tuve compañeros de profesión que cometieron el peor de los errores: leyeron delicadeza donde había resentimiento profundo, odio bruto. Yo sobrevivo sin despegar los ojos de los que se sientan atrás. Entró en el auto, está registrado. Por los espejos veo más allá del rostro. Con la práctica, ya puedo decir la profesión, el estado civil, el barrio donde el individuo vive. Es como si las personas fueran incorporando en la cara lo que hacen, lo que son.

Ayer, la parejita no me engañó. Ella en un vestido florido, corte a la francesita; él, en una camiseta a cuadros, melenudo. Antes de levantarlos en la esquina de Oswaldo Aranha y San Antonio, metí la treinta y ocho debajo de la pierna izquierda. Estaban muy lejos de un supermercado, la bolsa con las compras era disfraz, seguro. Entraron sin saludar. Buenas tardes, les dije. Ella respondió, él continuó quieto. Me fijé en los ojos de ella, ansiosos, y en la boca de él, llena de muecas y dientes saludables. Drogadictos. Son los más peligrosos. Quien tiene hambre no mata. O muy raramente. Casi siempre en la primera vez, porque el nerviosismo dispara el gatillo. El que aspira ya atravesó el Rubicão, sabe que no tiene vuelta. Matan, porque ya están muertos. Seguí andando lo más lento posible, quería sacarlos de la madriguera. Atravesé el Túnel de la Concepción, agarré Farrapos en dirección a la Zona Norte, conforme lo solicitado. No pasaron cinco minutos y el flaco ya estaba reclamando. Todo bien, le dije, y apreté el acelerador. Ya los iba a agarrar, sólo estaba provocando. Por el retrovisor no alcancé a ver nada pero estoy seguro que las pupilas de ellas se dilataron. ¿Desde cuándo en la lucha? Ella quiso saber. Cinco años, le dije. En la lucha hoy, continuó. Me quedé callado, vigilando. ¿Desde qué hora en la calle? Insistió. Seis de la madrugada, ando en la calle doce horas. Mi hijo hace las otras doce de noche. Somos socios. Acorté el camino, no valía la pena seguir toreando al novillo. El día fue bueno, continué, como que estaba satisfecho. Ni bien los deje a ustedes voy a comprar un vestido, Doña Pelea se lo merece. ¿Doña qué?, preguntó ella. Mi mujer, expliqué. Se rieron, los dos. Aproveché su distracción, metí el pie en el freno. Antes de que pudieran recuperarse, salté del auto, abrí la puerta trasera y calcé a la mujer en el revólver. Manos en la cabeza, si no reviento los sesos de esta puta. Miedo, en esos momentos no se puede tener miedo. Ya me salvé de muchas porque aprendí a no tener miedo. Nunca tuve miedo. Miento, una vez sí, hace treinta años. El drogadicto obedeció, porque todavía no estaba con síndrome de abstinencia. En la bolsa de las compras, la rubia oxigenada traía una treinta y dos niquelada. Él tenía una navaja de presión en el bolsillo. Se formó una fila de autos detrás del mío y un coro de bocinas. Mierda, ¿no ven que es un asalto? Demoraron en percibirlo y además que el asaltante no era yo. Mantuve a los dos con las manos extendidas sobre el capó, hasta que llegara el patrullero. Ni fui a la jefatura, los canas me conocen, me jubilé de comisario. Cuando Marcos, siendo funcionario de Banrisul, entró en el Plano de Despido Voluntario, compramos el auto y la licencia. ¿Iba a quedarse haciendo lo qué, en casa? ¿Viendo culos en la televisión? Yo hago el día, él la noche. Tenemos una parada frente a la Asamblea Legislativa. Él tiene clientela fija, transporta esa muchachada rica para las discotecas, las fiestas de graduación, los casamientos, lleva señoras perfumadas para casa, después de las sesiones del Teatro San Pedro. De vez en cuando, él me cuenta, termina en cama de satén. De día, yo ando con gente fina, diputados, ediles, las mujeres que vienen a revolearse al parlamento, esa gente del Piratini, subversivos de traje y corbata. Hace poco llevé a uno de ellos al Centro Administrativo. Un viejo conocido. Otra vez el destino nos pone en el mismo barco. En el mismo auto. En el mismo sótano. Lo que vi en el retrovisor, la primera vez que él entró en mi taxi, fue la mirada suave, casi dulce, la misma mirada serena de paloma enamorada que tenía a los dieciocho años. Envejeció. Está pelado, más gordo, la barba blanca. Seguro que en las horas libres, los fines de semana, sigue escribiendo poesía. En la prisión, yo confiscaba todo lo que él ponía sobre papel. Examinaba verso por verso buscando mensajes cifrados. Poemas para la novia, él decía colgado del palo, poemas para Alicia. Miedo, el poetita me hizo sentir miedo. Ni en tiroteo con las balas zumbando cerca de los oídos sentí tanto miedo como aquel sábado, hace treinta años. Él entró en el taxi, ajustó el nudo de la corbata. ¿Para dónde vamos, doctor? Le pregunté antes de reconocerlo por el espejo central. Sentí que su cuerpo se contraía, como si le pasara una corriente eléctrica. Él todavía no sabía de dónde le venía ese miedo, la ansiedad, la incomodidad que sentía con el efecto de mi voz. Mis manos se pegaron al volante, mojadas de sudor, mi intestino se retorcía, los músculos de las piernas se tensaron. Sabía que él andaba por ahí, en el Palacio, secretario, asesor especial, algo de eso. La revolución de ellos quedó por el camino, pero llegaron al poder por el voto, quién diría. Justo ellos que se reían de la democracia burguesa. Era imposible que me olvidara. El único hombre que me hizo sentir miedo. Por el retrovisor, vi sus ojos verdes, tensos, casi suplicantes, como buscando un registro, un detalle que conectase la voz que lo angustiaba con un rostro, con un episodio. De los sótanos del Palacio de la Policía, le dije. Nos conocimos allá, en la fosa, como ustedes llamaban aquel agujero. El rostro crispado se aflojó, su mirada quedó vaga. Miró de reojo la multitud atravesando la cebra. Podía ver sus aires de beato, satisfecho consigo mismo, vanidoso con el placer que sacaba de su ridícula superioridad moral. Ojo por ojo, diente por diente, juzgo yo. Por eso me gustan los árabes, ellos no perdonan. Después, durante todo el viaje, evitó encararme, metido en su actitud plácida, casi bovina, budista. Yo conocía bien ese alejamiento, esa fuga de la realidad. Aquel sábado intenté, de todas las formas posibles, arrancarlo de ese pantano, hacerlo abrir la boca, confesar el asalto, entregar la célula. Le arranqué mechones de cabello, pedazos de carne, pero ninguna palabra que incriminase a los otros agitadores. Era sábado y para poder convivir un poco con mi hijo lo había llevado al trabajo conmigo. Mientras él jugaba en el piso de encima bajo los cuidados de algún agente, yo apretaba al poeta en el de abajo. Pedro, en su alias por supuesto, era enclenque, barba al ras, cabello corto y sucio pero de una resistencia admirable, tengo que reconocer. Aquel sábado me cansé de pegar, apretar, electrocutar. Antes de que lo matase, el odio contra aquella arrogancia estúpida podía llevarme al error, se lo entregué al cabo Estéves, un humanitario maricón, para que lo lavase -estaba meado y cagado- y para que lo reanimase -era día de la primer visita para la familia de los presos. Tomé una ducha, subí al escritorio, jugué un poco con Marcos, me acosté en el sofá y me dormí. Me desperté con el griterío del soldado Alfeu, el niño había desaparecido. Marcos tenía nueve años, casi diez años. Revisé cada sala en los pisos de encima. Miré el reloj, pasadas las seis. Me había dormido más de cuatro horas. Al llegar a las celdas, en los sótanos, el corazón se me disparó. En el fondo del corredor vi la luz tenue, una sombra en la puerta del baño y escuché un murmullo. Avancé con dificultad, medio que pegado a la pared, sin coraje de enfrentar lo que vendría, lo que presentía. Miedo, sentí miedo como nunca había sentido. Marcos, carne de mi carne, no tenía nada que ver con aquella miseria, con aquel horror, yo cumplía órdenes, él era apenas un niño. Mi hijo, mi hijo, murmuraba a cada paso. Paré en la puerta del cubículo, sin aliento. Pedro, barbeado, ya recuperado de la sesión de la tarde, un ojo casi cerrado por la hinchazón del rostro, se estaba cambiando los curativos delante de un espejo manchado de humedad, con la ayuda de Marcos. Sobre la pileta, el joven revolucionario había apoyado una navaja inocente, recién lavada, con la lámina abierta. A su lado, servicial y diligente, mi hijo le extendía una gasa limpia, inmaculada. Pedro giró el rostro y me encaró, con su mirada suave, casi dulce, sereno, de paloma enamorada. Para servirle, le dije, pero él se bajó del taxi en silencio.

(Traducción de Paula Chiappara)