quinta-feira, 14 de janeiro de 2010

El Teniente

Carlos recibió la noticia de la muerte del Teniente Jorge con incredulidad, la madre debía estar bromeando. Examinó su rostro con lentitud: un estremecimiento en la musculatura facial, un pestañeo, una caída de ojos y la mentira sería revelada. Fueron largos los segundos y de ácido enfrentamiento. Al final, percibió en la tranquila inmovilidad del rostro de la madre, un dejo de cinismo, el vestigio de una alegría reprimida.


- Una descarga de chumbo grueso, de escopeta 12, debajo de la barbilla. Destrozó el cuello, ni un caballo aguantaría - dijo ella, y no escondió la satisfacción.


- ¿Quién? - preguntó.


- Moisés, dueño del Bar Central, padre de un compañero tuyo. El Teniente andaba de desfachatez con su hijo - la madre respondió y clavó unos ojos inquisitivos en el niño.

- Dé un paso al frente - ordenó el Teniente.

Carlos avanzó, hizo la venia. El sudor le brotaba en la frente, labio superior, axilas.

- ¡Enderece la columna! Levante los brazos para el juramento.

Buscó el mejor aplomo.

- Juro cumplir el reglamento y obedecer a mis superiores - dijo el Teniente.

- Juro cumplir el reglamento y obedecer a mis superiores - repitió el niño.

- Lo bien que hizo - dijo la madre. - Debería haber castrado al bandido, pero prefirió reventarlo de un tiro.


Carlos dio media vuelta y se refugió en el cuarto, distante del sarcasmo de su madre, y lloró. Ignoró las repetidas lecciones del Teniente Jorge y lloró. Aquello no era el mismo que soportar la quemadura provocada por la ortiga o por el calor, la muerte ultrapasaba todas las pruebas de resistencia. El dolor de la pérdida se sumó a la vergüenza de la flaqueza.


- Es necesario extraer placer del dolor - decía el teniente y aproximaba la llama del encendedor a la palma de la propia mano. Lo niños tenían los ojos fijos en su rostro. Un tiempo infinito ardió la llama. Él sonreía impasible.

- ¡Carlos!

- ¡Sí, mi Teniente!

- Dame la mano.

El oficial puso la llama del encendedor en la mano del niño, que soportó callado, primero el ardor y el calor, después el dolor y el olor a carne quemada.

- Este es macho - dijo el Teniente y apagó la llama.

Carlos sintió que se escapaba la luz de sus ojos y la fuerza de sus piernas. Despertó al rato, cercado de miradas ansiosas. Entre el mar de rostros, el Teniente lo miraba con cariño y admiración.

Todo había comenzado la tarde que Carlos había invitado a Rudimar para el tradicional partido de fútbol de fin de semana.

-Mañana no puedo - respondió el otro, reticente.

- Pero mañana es sábado - argumentó.

- Por eso, mañana es día de entrenamiento.

- ¿Tú estás jugando en otro equipo? - exclamó Carlos perplejo e indignado.

- No, nada de eso, es que ahora soy Policía Mirim - dijo el amigo.

- ¿Policía Mirim? ¿Qué diablos es eso?

- Bueno, eso es lo que es: Policía Mirim.

- Pero, ¿qué es Policía Mirim?

- ¡Cielos! Tu sí que eres burro, ¿eh? ¿No sabes lo que es policía?

- Claro que sé.

- ¿No sabes lo que es mirim?

- ¿Mirim? Déjame ver...Es el nombre de una laguna. Es, eso mismo, Laguna Mirim.

- Mirim no es ninguna maldita laguna. Mirim es una cosa pequeña. Juntando las dos, ¿qué nos da?

- ¡Policial pequeña! - dijo Carlos triunfante.

La mirada de Rudimar era una mezcla de compasión, rabia y tristeza.

Después de la corrección, Carlos preguntó.

- ¿Puedo ir contigo?

- Ni pensarlo. Está prohibido.

- ¿Y qué tiene de malo? Solo me voy a quedar mirando.

- De malo no tiene nada, pero está prohibido. Ley es ley. Además de eso, desobedecer el reglamento descuenta puntos, y yo quiero ser promovido a cabo.

Intentó argumentar una vez más, quedaban enemigos, no le prestaba las historietas, quería la galena de vuelta, pero nada convencía al amigo.

Al día siguiente, cuando Rudimar asomó la cabeza por la puerta de la cocina, estaba tomando café. Vino a pedir disculpas, Carlos pensó. Hizo de cuenta que no había escuchado, masticaba pan de maíz con mermelada. La madre se escurrió por detrás del biombo que separaba la sala de la cocina y le dio un tirón de orejas.

- ¿Son modos? Cuando tu padre se entere. ¿No saludar a tu amigo?

Casi se atragantó. De la rabia.

- Hablé con el Teniente. Puedes ir al entrenamiento hoy en la tarde - dijo Rudimar, conciliador.

- Ya no estoy interesado - retrucó Carlos con altivez.

- Que lástima... - murmuró el visitante.

Carlos tomó el resto del café con cuidado, evitó la borra en el fondo de la taza. Una bajeza, repetía la madre refiriéndose a los coladores de paño, que ella se recusaba a usar. Pau-d’Arco todavía no conocía los filtros de papel. Tenía obsesión por la limpieza. Una de las actividades de Carlos por las mañanas de sábado, si quería permiso para el fútbol, era lavar las veredas y encerar el piso.

- ¿Seguro que no quieres ir? - insistió Rudimar.

- ¿Quieres que vaya? - preguntó Carlos después de un largo silencio.

- Si no quisiera, no habría hablado con el teniente - respondió el otro, con un tono ya de irritación en la voz.

- Voy - dijo, percibía que era la última chance.

- Paso por aquí después del almuerzo.

Se secó las lágrimas, retiró el uniforme del cajón y se vistió. Dio algunas vueltas por el cuarto, respiró muchas veces, controló la emoción. Se miró en el espejo, en la parte interior de la puerta del guardarropas, en posición de sentido y sonrió: estaba impecable.

Si no hubiera sido por la insistencia de Rudimar no estaría aquí ahora, Carlos pensó. El Teniente Jorge, los ojos verdes e inquietos clavados en el niño, hablaba:

- Hoy es un día muy especial. Tenemos un nuevo compañero entre nosotros. Alguien que juró hacer todo en el cumplimiento del deber. La patria corre peligro, pero estamos todos dispuestos a salvarla. ¿No estamos?

- ¡Estamos! - respondieron al unísono los niños alineados.

- ¿Estamos o no estamos? - indagó el Teniente otra vez.

- ¡Estamos! ¡Estamos! ¡Estamos! - gritaron, en transe, los niños.

Un escalofrío corrió por la piel de Carlos. Hinchó el pecho, plantó bien el peso del cuerpo sobre las piernas, haría todo para salvar al Brasil.

Estaba impecable: botas relucientes, pantalón plegado, casco blanquísimo. El tórax inflado, la barbilla apuntando para adelante y hacia lo alto, la mirada aguda, las bastas cejas y el aire determinado reflejados en el espejo lo llenaron de un orgullo tal, que le fue difícil respirar.

Sentado sobre el balcón de madera, que servía de palco los días de juegos oficiales del estadio municipal, Carlos asistió al duro entrenamiento de los soldados-mirins. El Teniente Jorge, vestido apenas de pantalón y zapatos deportivos, comandaba el batallón de niños. Contornearon varias veces el campo de fútbol, en marcha atlética, después corrieron. Sin pausa para descanso, iniciaron las polichinelas, las lagartijas y las flexiones. Peces nadaban sobre la piel del Teniente, los haces de músculos bailaban con cada movimiento. Hacía los ejercicios sonriendo, gritaba las órdenes sin manifestar cansancio.

En el medio del pelotón un niño pelirrojo se derrumbó.

- ¡Levántate, mujercita! - ordenó el Teniente.

El niño continuó caído en el pasto, contorneándose de dolor. Dos soldaditos, a la señal del Teniente, que no interrumpió las lagartijas, arrastraron al pelirrojo fuera del campo y volvieron a sus lugares.

Carlos saltó del palco, se acercó al niño caído.

- ¿Qué pasó? - preguntó.

- Calambres, calambres en las pantorrillas.

Hizo mención de ayudarlos a masajear los músculos endurecidos.

- ¡Aléjate! ¡Aléjate! - gritó el niño. - Si el Teniente mira, estoy perdido.

Levantó la punta del pie derecho apoyándose sobre el talón, al mismo tiempo que levantaba el talón del pie izquierdo y giraba el cuerpo en exactos noventa grados. Juntó, luego, los pies en un movimiento seco y hizo sonar el taco de la bota en el suelo.

- Tienes una dentadura magnífica - le dijo el Teniente al final de los ejercicios y lo miró con voraces ojos verdes. El niño se estremeció.

Después del comentario del Teniente, triplicó los cuidados con el brillo de los dientes, al punto de la madre llamarle la atención por el excesivo consumo de pasta dentífrica.

Pasó a embeber el cepillo en jugo de limón y a friccionar el arco dental hasta el sangrado de la encía. A cada hora verificaba en el espejo la pureza del esmalte. Y esperaba, esperaba con la sensación de que el tiempo se detenía, esperaba el momento de ingresar en el Primer Batallón de Policía Mirim de Pau-d’Arco.

De perfil pudo examinar la rectitud del espinazo y la dignidad que le conferían los trazos de los galones fijados en la manga del uniforme.


- ¿No quieres formar parte de la corporación? - indagó el teniente después del elogio a su dentadura.

- Él está loco por entrar - se entrometió Rudimar.

- Quiero - murmuró Carlos casi sin voz.

- ¿Cuánto calzas? - preguntó el Teniente.

- Treinta y ocho - dijo el niño.

- Por Dios, ¡qué pie! - exclamó el oficial y silbó.

El Teniente percibió la timidez del niño, preguntó por las otras medidas.

- No sé - respondió Carlos, los ojos en el pasto, el rostro ardía de vergüenza.

- Espera un poco.

Se alejó, entró en el vestidor y retornó con un estuche de donde retiró una cinta métrica, un block de papel y una lapicera. Enrolló la lámina fría en el cuello de Carlos, la lapicera presa entre los dientes. Midió brazos, tórax, abdomen y piernas. Largó la cinta y anotó.

- El uniforme estará pronto en dos semanas.

- No sé si puedo, preciso hablar con mi madre. ¿Cuánto va a costar? - preguntó.

- Nada - respondió el Teniente. Es regalo mío.

Se miró de todos los ángulos, intentando encontrar señales que fueran del adolescente tímido, encorvado y miedoso de algunos meses atrás, pero un nuevo Carlos lo había enterrado bajo una avalancha de palabras de orden, estoicismo y fuerza de voluntad.

Tres meses después de su ingreso al Primer Batallón de Policía Mirim de Pau-d’Arco, fue promovido a cabo-mirim, lo que le mereció la enemistad de Rudimar y de otros niños. Los victoriosos no tienen amigos, solo aduladores, lo consoló el Teniente.

Los constantes ejercicios en los entrenamientos, sumados a los que practicaba en casa, aumentaron el volumen de su tórax, cuello, brazos y piernas. Dejó de ser el niño raquítico y miedosos, soñaba pelearse con Marcelo. Se imaginaba con un pie sobre el pecho sofocado del hermano, mirándolo desde encima, con audacia, saboreando su espanto, admiración y miedo.

- ¿Adónde piensas que vas? - indagó la madre por esos días, un sábado por la mañana.

- ¡Pregunta idiota! - retrucó, él.

- No señor, sin lavar las veredas y encerar la casa, no vas a ningún lugar - dijo la mujer, impidiendo su avance con el cuerpo flaco.

Carlos le dio un empujón. Agarrada de sorpresa, con el pie mal apoyado, la madre quedó tendida en la calzada. Los llantos de la mujer lo alcanzaron, titubeó un instante antes de atravesar el portón, pero después los olvidó.

- Atravesó el pescuezo, volaron pedazos de Teniente por todos lados - gritó la madre. -Un tiro de 12, ¿sabes cómo es? Ni un caballo aguanta. Abre un agujero que hay que ver para creer.

- ¡Cállate la boca! - le ordenó.


- ¡No me cayo nada! - retrucó atrás de la puerta.

Los domingos, uniformados, los policías-mirins salían a las calles de Pau-d’Arco, dignos, altivos, encastrados en sus trajes. Dos o tres se encargaban de fiscalizar el cine, otros iban al único campo de fútbol de la ciudad, las plazas, las fiestas religiosas. El Teniente Jorge, antes de enviarlos al trabajo de calle, les examinaba el uniforme, los botines y el cinturón de plástico, que sostenía el revólver de fantasía y la cachiporra hueca, en busca de resquicios de suciedad.

- El primer deber de un soldado es el aseo - decía. - El segundo, la verdad. Un soldado no tiene secretos. Verdad y aseo andan juntos. La limpieza exterior es un reflejo de la limpieza interior.

Al principio, en las rondas que hacían por las calles, y mismo en las matinée del Cine Imperial, cuando vigilaban los abusos de los enamorados y las peleas de grupos, cuando hacían apuestas en la portería o espiaban la sala de proyección, donde Diógenes sudaba a chorros, encontraban cierta resistencia: los otros niños, paisanos, se burlaban del uniforme, del revólver de fantasía y de la cachiporra de plástico hueca.

Cierto día, el cabo Carlos tuvo una idea brillante. Convocó a dos soldados de su confianza, Federico y Guillermo, y les explicó lo que tenía en mente.

- Hagan un agujero en la empuñadura de la cachiporra y llénenla de arena.

- ¿Y si el teniente lo descubre? - preguntó Federico.

- Si nadie abre la boca, no va a saber de nada - retrucó el cabo-mirim.

La oportunidad para testar el invento surgió algunos días después. Los juegos de canicas, fútbol, cabra ciega, rayuela y otros agrupamientos de niños estaban prohibidos después de las veinte horas en los días hábiles. Los domingos y feriados, la prohibición era total. Que se dedicaran a las cosas de Dios, o se quedaran dentro de sus casas, sin hacer bulla. A lo sumo, se permitía la circulación de duplas de niños por las calles desiertas de la ciudad. Miembros de una misma familia podían andar en grupos de tres o más, desde que fueran autorizados por la Secretaría de Orden Social de Pau-d’Arco.

Carlos, Federico y Guillermo retornaban de la matinée. Aunque de servicio, alineados en los corredores del cine, intentaban ver algo de lo que pasaban en la pantalla, sin perder los movimientos sospechosos de la platea.

- ¿Qué duelo, eh, cabo? - preguntó Guillermo.

- Muy bueno - respondió Carlos.

- ¿OK Curral existe? - preguntó Federico.

- Sabes que no lo sé...- respondió el cabo, contrariado.

En el cruce de las calles Papo-de-anjo y Cabra-cega, sorprendieron un grupo de niños corriendo detrás de una pelota de paño, en fragante falta de respeto a la Ley. Eran calles de poco movimiento y sin veredas. Entusiasmados, los niños no percibieron la aproximación de los defensores del Orden, que invadieron el improvisado campito distribuyendo palazos. En segundos, la calle quedó prácticamente desierta. Apenas un niño no huyó.

- Ustedes no tienen derecho de arruinar nuestro juego - reaccionó.

- Está prohibido jugar los domingos - dijo el cabo.

- Me cago en su prohibición. ¿Quiénes se piensan que son? ¿Los dueños de la ciudad?

- ¡Cuida esa lengua! - gritó el oficial-mirim, avanzando amenazador sobre el civil.

- Puedes golpear - desafió el otro. ¿Piensas que tengo miedo de esa porquería?

Carlos bajó la cachiporra con toda fuerza del brazo, el palazo sonó hueco. El niño herido, abrió los ojos de par en par, puso una cara de dolor, pero no gimió.

- ¡Pide disculpas, hijo de puta! - Carlos gritó y continuó golpeando.

En el séptimo u octavo golpe, las piernas del niño temblaron. De rodillas, pero todavía desafiando al militar con una mirada arrogante, su último triunfo, soportó muchas otras hasta derrumbarse.

Éste aprendió la lección, dijo el cabo y lo pateó en le ingle.

Federico y Guillermo quedaron lívidos. Carlos se arregló el cabello, calzó la cachiporra en la cintura y gritó:

- ¡Muévanse, estúpidos!

Dos días después, un jipe estacionó en el frente de la casa de Carlos.

El Teniente Jorge bajó, saludó a doña Flora y preguntó por el niño.

- Un minuto - ella respondió. - Voy a llamarlo.

Carlos bajó la escalerita del porche con el corazón en el pescuezo. Miró al Teniente. El oficial tenía el semblante contraído, la boca arrugada.

- Necesito hablar contigo - dijo y pasó el brazo sobre el hombro del niño, arrastrándolo para debajo del paraíso, lejos de los oídos atentos de la madre.

- El niño terminó en el hospital...

Sintió un frío en el estómago, mezcla de odio y temor. ¿Federico y Guillermo?, pensó.

- ¿Está mal? - preguntó.

- No, solo algunos hematomas. El padre inició una demanda, registró la queja, me quiere responsabilizar por el incidente...

- ¿Qué vamos a hacer?

- Nada, pero haz desaparecer aquellas cachiporras, búscate otras. ¿Se volvieron locos? ¿Quieren matar a alguien y arruinar todo?

- Si, mi Teniente, es necesario extraer placer del dolor - dijo en voz alta, delante del espejo. La madre gritó alguna cosa más del lado de afuera. Él no escuchó.


El padre del niño agredido retiró la queja. El caso acabó sirviendo de lección a los habitantes de Pau-d’Arco. Hasta mismo los adultos comenzaron a hacer la venia cuando los soldaditos pasaban, impecables en sus uniformes y erguidos sobre sus botas relucientes. Vivían como pequeños dioses: no hacían fila, no pagaban entrada al cine y en los bailes del Club Caixeiral, los automóviles se detenían para que atravesaran las calles en la más absoluta seguridad.

Los casos de golpizas se multiplicaban, pero los niños, protegidos por el omertá, levantaban la nariz. Poco a poco, la arbitrariedad aumentó. Insatisfechos, los pequeños guardianes de la Nueva Ley pasaron a presionarnos por niñerías: una mirada atravesada, una palabra ambigua, un libro sospechoso encontrado en la escuela, eran motivos de prisión. Respondí a un proceso porque fui sorprendido leyendo Lo rojo y lo negro en la Plaza Matriz, una tarde de sol. Cierta madrugada, en un callejón cualquiera de la ciudad, un hombre murió. El médico llamado para hacer la autopsia, declaró meningitis como causa mortis. Después, una verdadera epidemia tomó la ciudad hasta el día en que Moisés, el dueño del Bar Central, mató al Teniente. El batallón se disolvió, pero Pau-d’Arco no volvió a ser lo que era antes.

Carlos reexaminó el pliegue de los pantalones, el brillo de las botas. Se colocó el casco, hizo la venia a su propia imagen reflejada en el espejo y salió para el velorio.

(Traducción de Paula Chiappara)

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