quarta-feira, 13 de janeiro de 2010

Ilana antes de la lectura

Boca abajo, con el mentón apoyado sobre las manos extendidas, los codos clavados en el colchón, Ilana contempla el cuerpo de Murilo. Contempla su cuerpo desnudo con la misma devoción y encantamiento con que admira las reproducciones de Van Eyck, Rembrandt, Velázquez o Cézanne. No, no es una expresión exagerada: lo observa con fervor casi místico, siderada por el calor animal que su piel irradia en la sombra y por la fragancia dulce que permanece todavía en el aire, después del amor. Lo mira con atención tan concentrada que puede ver el tiempo escurriéndose de sus poros, huyendo de sus brazos y piernas, infiltrándose lentamente en los suaves dobleces de la materia sedosa de las sábanas. La entristece no tener aptitud para la pintura. Congelaría el tono rosado de esa carne, antes que la corrupción de los días la marcase con arrugas, manchas y flacidez: congelaría el amarillo oro de sus cabellos, el desorden de las sábanas, las ropas tiradas por la alfombra, y más que nada, el placer impregnado en las paredes, reproducido en el espejo de la cómoda, suspendido en la penumbra enrojecida del cuarto, antes que todo no pasara de sombra en la memoria. Lo mira con devoción apasionada, tiene ganas de ver su interior, saber cómo es que sueña, sorprender el movimiento incansable de las infinitas moléculas, de los trémulos átomos, recorrer sin prisa la geografía íntima del hombre adormecido. Su mirada es más fuerte que la caricia porque toca el ser, piensa y sonríe. Lo ve así, relajado y desnudo, es una prolongación de su existencia más plena, de su propio placer. Una continuación del orgasmo, a extenderse aún, en minúsculas ondas sobre el cuerpo. Contracciones súbitas y ásperas al principio, mansas y reincidentes noche adentro. Murilo resuella, Ilana vela su sueño. Él nunca conocerá la plenitud del éxtasis y sus graduaciones más sutiles. Para el hombre, el amor será siempre una tentativa, una piedra de Sísifo. En el ápice, el amor rodará por la ladera de la montaña. Derrotado, buscará refugio en el sueño. Para la mujer, el amor es siempre un resultado, el pasaje de un estado al otro, un desborde, una explosión de los sentidos.

¿Qué habrá visto en él, piensa, que la arrebató de tal forma? ¿Cómo no percibió la aproximación de la sombra, quien creó alrededor de sí mismo un círculo de luz y movimiento? Siempre huyó de los hombres pesimistas, cínicos y depresivos. Ilana, la extrovertida, amante de los días soleados y de las noches luminosas, enamorarse de su antípoda. La mirada, estaba segura ahora, la mirada de Murilo la había conquistado. Una mirada paradojal, la de él, ingenua y audaz, turbia y cristalina. Una mirada ambigua, que sin convertirla en objeto, o exactamente porque en eso la tornaba, la excitó desde el primer instante, a pesar de la fuerte resistencia que sintió. ¿O porque la aguda mirada de Murilo, al desviarse de la suya, se deslizaba cuello abajo, enredándose en los senos, derecho, sin pudor, crispado de deseo, tenso, una caricia tan real cuanto un abrazo o un beso?

Conoció a Murilo en una fiesta.

Llegó a rechazar la invitación de las alumnas, estaba cansada, pretendía levantarse temprano la mañana siguiente. Además de las clases diarias que daba en la facultad de Letras, el doctorado la absorbía completamente.

- Que cosa, Ilana, es la tercera vez que rechazas una invitación...- reclamó Isaura.

Era sincero su reclamo. Después de pensar un poco, resolvió aceptar bajo una condición.

- A media noche alguien me lleva para casa.

- Ya sé, por qué...- dijo Pedro, bromeando.

- Claro, hombre, a media noche el encanto se rompe y la cenicienta se convierte en sirvienta - se anticipó.

Había un pequeño grupo de alumnos con los cuales conseguía mantener, a pesar de la diferencia de edad, que al final no era tanta, una convivencia alegre y productiva fuera del salón de clases. Se destacaban en la Universidad: leían, discutían sobre arte y política, asumían posiciones osadas. Los demás parecían estancados en la propia mediocridad. Y lo que era peor: se complacían de eso. Era doloroso hablarles de literatura, proponerles la aventura de leer el mundo y así mismos y chocar contra la bestial apatía, la mala voluntad y la resistencia declarada. Si no fuera por le media docena de Quijotes, Ilana ya habría abandonado el magisterio.

En el departamento repleto, no encontró lugar donde sentarse.

- Hágame el favor - dijo alguien, cediendo el espacio en el sofá.

El tipo de hombre desagradable: ropa arrugada, cabello despeinado, barba mal recortada, lentes gruesos, hombros llovidos. En una sola palabra: apático. Él caminó hasta la ventana y ella descubrió otra causa de desprolijidad: arrastraba los pies, como viejo reumático.

Poco a poco, el apartamento se vació, ya sobraban banquetas y lugar en las sillas pero el hombre continuaba inclinado en la ventana fumando.

- Disculpa, Ilana, no pude hablar contigo antes - dijo Tanira, sentándose a su lado.

- Bonita fiesta - comentó.

- ¿Te ha gustado de verdad?

- Me encantó.

- ¡Murilo! - lo llamó Tanira.

El hombre en la ventana no se movió.

- Este tipo es complicado - dijo ella.

- ¿Quién es? - preguntó Ilana.

- Murilo de Assis, escritor, amigo de Antonio. Creo que el nombre es pseudónimo...

- ¿Escritor?

- Bueno, tiene un librito de cuentos publicado, no es gran cosa, no...

- Céline tenía razón - dijo Murilo, y se dio vuelta teatralmente en dirección a las mujeres.

- ¿Razón en qué?- preguntó Ilana, disfrazando la irritación, odiaba las citaciones.

- “Que el hombre no es más que pudrición en suspenso” - respondió y la encaró.

- ¡Ay, qué horror! - Exclamó Tanira y se levantó. No dejes que este tipo te envenene - continuó antes de desaparecer por la puerta de la cocina.

Ilana besa a Murilo en el rostro, se levanta, junta la sábana arrugada a los pies de la cama y la extiende sobre el cuerpo de él. Junta las ropas tiradas por el cuarto, las dobla y las coloca sobre la mesa de luz, recoge el cenicero y los vasos de vino de la mesita de la sala, los deja en la pileta de la cocina y entra en el baño para una ducha.

- La mirada, él diría después, al acompañarla a la casa, es más fuerte que la caricia porque toca el ser.

Ella juzgó la frase pedante, juego retórico para causar impresión. No respondió.

Delante del apartamento, Murilo se despidió con un tímido apretón de manos y se fue. Ilana quedó perpleja, un poco decepcionada con su frialdad. No siquiera una insinuación, una tentativa de subir, tomar la última cerveza, un café...

Continuaron encontrándose, él iba a esperarla a la salida de la Universidad, un día con un romance francés de regalo, al otro con un ramo de claveles.

- Eres único - ella exclamaba.

Seis meses después, para sorpresa de las amigas, a quienes siempre decía nunca aceptar relaciones estables, Ilana y Murilo pusieron un apartamento, juntos.

Después del baño, se tranca en la biblioteca. Prende el CD, va hasta la ventana. La prolongada agonía del solo de saxo llena la noche. Sumergida en una densa bruma, la ciudad respira, discos luminosos se dislocan allá abajo, en todas direcciones. Debe leer los nuevos cuentos de Murilo, se acuerda. Hace días que él espera un comentario. Abomina su estilo descarnado, el exceso de subentendidos. Que las historias sean sombrías y trágicas no la sorprende, al final la literatura parece alimentarse de la negatividad, del mal. Lo que la inquieta es la insistencia en el tema de la traición y la identidad perdida. ¿Tal vez no está ahí la explicación para sus celos enfermizos? Cualquier referencia que haga a su pasado, una sonrisa gentil a otro hombre, una mirada sin el menor significado, desencadenan tempestades violentas, agresiones verbales, desaparecimientos. Días después, él vuelve, la mirada suplicante, el rostro abatido. Incapaz de resistir, lo perdona, recoge al pequeño animal herido, finge creer en sus promesas de que las desconfianzas cesarán. ¿Tiene miedo de ser traicionado o proyecta en mí sus propias fantasías, su propia volubilidad?

Ilana toma el original del libro de Murilo sobre el escritorio, se enrosca en el almohadón y comienza a leer.

(Traducción de Paula Chiappara)

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